Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 13 – El Precio del Amanecer

La niebla blanca se expandió como un océano vivo y sagrado por el campo de batalla. Era densa, luminosa, y a su paso, el mundo se reescribía. Los cuerpos quebrados de los soldados aurelianos y de Vhalmir se deshacían en luz… y renacían.

Heridas letales se cerraban con un suspiro quedo. La sangre, evaporada por el fuego negro de las armas enemigas, regresaba a sus venas como ríos carmesí fluyendo en reversa. Incluso aquellos que yacían inmóviles, con los ojos abiertos al vacío, fueron arrancados del borde de la muerte con una bocanada de aire que era un milagro. El alma misma era cosida, puntada a puntada, como si el tiempo retrocediera para negarle su victoria al abismo.

En el suelo lunar, una vegetación imposible brotaba como una visión febril: flores de cristal que tintineaban con una música silenciosa, enredaderas doradas que crecían a una velocidad antinatural, y hongos fosforescentes que pulsaban con una luz suave. De esa flora irreal surgían cintas de colores, etéreas como humo, que se enredaban en los tobillos de los caballeros negros. Los ralentizaban, los torcían, los desarmaban. El campo de batalla se había vuelto un sueño viviente… un último y desesperado refugio ante la extinción.

—¡NAREL! —gritó Baku por primera vez en siglos, su voz perdiendo toda pereza, quebrada por un miedo primigenio—. ¡Estás llevando mi poder más allá del límite! ¡Alterar la realidad a esta escala… te matará!

Pero Narel no respondió de inmediato. Hilos de sangre etérea, plateada y brillante, brotaban de sus ojos, oídos, nariz y boca. Su cuerpo, ahora casi translúcido, temblaba como una marioneta atrapada en un huracán. Su voz, sin embargo, cuando finalmente habló, fue clara y firme:

—Mis habilidades… nunca fueron para matar… —tosió, y una flor de luz brotó de sus labios antes de deshacerse—. Pero si puedo dar… un minuto más… si puedo regalarles… aunque sea eso… entonces habrá valido la pena.

Cayó de rodillas. El suelo a su alrededor floreció en un enjambre de mariposas de luz que explotaban en pétalos al tocar el aire.

Entonces una mano se posó en su espalda. Firme. Cargada de una magia distinta, fría y desesperada. Era Azrael.

—¡ZANJARA! —rugió el príncipe, su grito no dirigido a nadie en el campo de batalla, sino al cosmos mismo. Fue un aullido de rabia y dolor que pareció devorar el cielo—. ¡Zanjara, me lo debes! ¡Te devolví a tu hija! ¡RESPÓNDEME!

Su voz rasgó el tejido de la realidad. Y el mundo… escuchó.

El cielo lunar, eternamente negro, se partió como un telón en llamas. De entre las costuras del vacío emergió una figura colosal: Zanjara, el dios de las posibilidades rotas. Alto como una montaña, vestido con un manto tejido con galaxias extintas, y con ojos como supernovas detenidas en el instante de su muerte.

Te escucho —dijo, su voz como truenos bajo un océano profundo—. ¿Qué pacto deseas hacer… Azrael von Fan Caelestis?

—Dime cómo vencerlos… —dijo Azrael, jadeando—. ¡No, no solo eso! ¡Dame el poder para enfrentarlos! ¡Este ejército maldito no puede ganar… no puedo permitir una masacre asi ante mis ojos … no otra vez!

Canalizaba toda su magia en Narel para mantener la niebla activa, pero el consumo era tan brutal que él también comenzaba a sangrar por la nariz y los oídos. Sus rodillas temblaban. Su alma ardía.

Zanjara bajó la mirada. Y por primera vez, habló no con crueldad… sino con el peso del juicio. —El Ejército Maldito de Silicio… son fuertes. Pero no son inmortales. Puedo imbuir mi fuerza en las armas de tus aliados. Solo durante una hora.

Azrael se estremeció, sintiendo la esperanza y el pavor al mismo tiempo. —¿Y qué quieres a cambio?

Tu historia —respondió Zanjara—. Aquello que hiciste… que borró la última alegría de tu existencia. Aquel acto por el que sellaste tu destino.

Azrael palideció. El aire pareció helarse en sus pulmones. —La muerte de Zerek… —murmuró.

Exacto. Renuncia a ella. Reescribe tu destino. Dale a ese ser una oportunidad de vivir… y saldaré mi deuda contigo. Pero si aceptas, mi ayuda termina hoy. No volveré a oír tu voz.

Azrael tembló. La decisión pesaba más que una estrella. Zerek había sido su propósito. Su único fuego. Haberlo matado le robó la capacidad de sentir… pero también le había dado sentido a su vida rota. Renunciar a esa muerte era renunciar a su identidad. Y, sin embargo… el mundo se estaba muriendo otra vez. Como ya lo había hecho antes.

A su alrededor, la niebla se debilitaba. Narel apenas respiraba. El ejército de metal se rearmaba. La oscuridad caminaba de nuevo.

—¡ESTÁ BIEN! —gritó Azrael, con la voz rota por un sollozo de pura rabia—. ¡ROBADME MI TRIUNFO! ¡DADLE A ESE MONSTRUO OTRA OPORTUNIDAD! ¡PERO NO DEJÉIS QUE ESTE IDIOTA MUERA AÚN!

Zanjara entrecerró sus ojos de supernova. —¿Osas negociar conmigo?

Pero antes de que pudiera replicar, una figura femenina apareció a su lado. Esbelta, elegante, de cabellos plateados como la luna muerta. La Santa Muerte. —Padre —dijo, su voz dulce como veneno—. Si ayudas a este sujeto… y me permites forjar un pacto de alianza con él… prometo no escapar otra vez.

Zanjara… sonrió. Una sonrisa que movió las constelaciones. —Entonces, que así sea.

La Santa Muerte descendió con pasos etéreos. Cada pisada suya hacía marchitar las flores de la niebla. Se detuvo frente a Azrael y sonrió con una ironía amarga. —Ahora portarás mi guadaña. Serás mi avatar. Qué fascinante… convertido en lo que más has odiado en tu vida… solo por salvar a un desconocido.

Azrael apretó los dientes, el sabor de la sangre y el fracaso en su boca. —Calla. Y dame tu poder. Tenemos una guerra que ganar.

En el instante en que el pacto se selló, la niebla se disipó. Pero no se desvaneció como el humo, sino como un suspiro final. Cada hebra de luz y sueño fue absorbida desde el campo de batalla, fluyendo en torrentes invisibles hacia las manos de los guerreros. Sus armas mortales, antes inútiles, ahora brillaban con un pálido y fantasmal resplandor.




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