El sonido persistía.
THUMP… THUMP…
No era solo un latido. Era una orden. Un pulso impersonal que llenaba el aire con una cadencia artificial, como si el mismísimo corazón de la luna hubiera sido reemplazado por algo monstruoso. Las paredes temblaban con cada golpe. El suelo vibraba. Era un eco imposible que no nacía de un ser vivo… sino de una máquina que simulaba estarlo.
Elizabeth miraba a Dren, aún arrodillado frente a la celda que había sido su infierno.
Sabía que no entendía del todo lo que estaba viendo ni lo que él había sufrido… pero sí entendía otra cosa: que el pasado de Dren estaba conectado al presente del mundo. Y si no lo ayudaba a levantarse, el futuro entero se vendría abajo con él.
Con pasos lentos, casi reverentes, se acercó a su espalda.
Sin decir nada, se arrodilló a su altura, lo rodeó con los brazos y apoyó la frente sobre su cabeza. Fue un gesto simple, sin pretensión, pero cargado de una ternura que rompía con la oscuridad que los rodeaba.
—Dren… —susurró, su voz temblando como el primer rayo de luz al amanecer—. No sé qué viviste aquí. Pero sí sé quién eres ahora. No eres un experimento. No eres un error ni un monstruo. Eres un guerrero. Eres severo, sí. Fuerte. Leal. Noble. Has cometido errores, todos los hemos hecho… pero hoy estás aquí. Y yo confío en ti. Confío en que te pondrás de pie… y me ayudarás a detener esto.
El silencio que siguió fue abismal.
Dren no respondió de inmediato.
Durante años, la culpa y la rabia habían sido su única brújula. Se había dicho a sí mismo que perseguía el trono por poder, por justicia, por redención… pero ahora, frente a esta princesa absurda, frágil y temeraria, comprendía que nunca había tenido un propósito. Solo una jaula más grande que su celda.
Ahora tenía algo nuevo: una decisión.
Se levantó.
No lentamente, no con dramatismo. Se puso de pie con la firmeza de alguien que acababa de nacer de nuevo. Sus ojos, aún enrojecidos por el pasado, brillaban con una claridad que nunca antes había tenido.
—Tienes razón —dijo con voz grave, mientras el eco de su decisión se clavaba en la sala—. Lamento que tuvieras que ver esto. Pero vamos a detener a ese maldito ejército. Te lo juro por todo lo que me queda.
Elizabeth lo miró y no pudo evitar sentir cómo la presión del mundo se aligeraba solo por verlo levantarse. La fuerza de Dren no estaba en su magia, ni en sus músculos. Estaba en su decisión de pelear con el alma rota… y seguir adelante.
Siguieron el latido.
THUMP… THUMP…
Llegaron a una sala imposible. Una cámara circular de al menos cien metros de diámetro, con un techo abovedado que se perdía en la oscuridad. Las paredes estaban cubiertas de conductos, cristales pulsantes y estructuras mecánicas que parecían crecer de la piedra como parásitos metálicos.
Y en el centro… la fuente del sonido.
Elizabeth no supo cómo describirlo.
Era una estructura viva y muerta a la vez, como un insecto colosal incrustado en una flor mecánica. Latía, sí, pero lo que bombeaba no era sangre. Era esencia.
Un hombre —o lo que quedaba de uno— flotaba suspendido en un capullo translúcido, conectado por docenas de tubos a la criatura-máquina. Cada latido absorbía de él un fino hilo dorado: su energía vital, su alma, su historia, su existencia. Lo extraía sin violencia… pero sin cesar.
—Es un extractor de ánima… —murmuró Mayron, horrorizado—. Una máquina que… se alimenta del alma humana como si fuera combustible.
Elizabeth sintió náuseas.
—¿Qué puede hacer algo así…? —preguntó, sin esperar una respuesta.
Pero la respuesta llegó.
No con palabras.
Sino con la presión en el aire. Un peso aplastante, como si la gravedad hubiese decidido volverse cruel. El ambiente se tornó oscuro, irrespirable. No era como el poder del ejército enemigo. Esto… esto era otra cosa.
Una sombra cayó sobre ellos.
Una figura descendió desde la bóveda, como si emergiera de un velo dimensional.
Era otro caballero negro… pero distinto.
Su armadura no brillaba: absorbía la luz. En su pecho, un símbolo antiguo: una espiral incompleta, tachada por una lanza rota. Sus ojos eran dos líneas rojas que no parpadeaban. Y su mera presencia distorsionaba la sala, haciendo que las paredes gemieran con un metal que se derretía.
No dijo una palabra.
Pero todos lo entendieron al instante.
No era un soldado. No era un monstruo. Era un General. El cuarto.
Y venía por ellos.
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Mientras tanto, en el campo de batalla, el tiempo se había dilatado de una forma extrema. Para los que luchaban, cada segundo era una eternidad de acero, sangre y gritos. Habían perdido la noción de todo, excepto de la supervivencia. Noción que regresó abruptamente cuando el poder de Zanjara se terminó.
Sucedió en un instante, a lo largo de todo el frente. Las espadas, que un segundo antes brillaban con un resplandor fantasmal y cortaban el metal negro, volvieron a ser simple acero mortal. Un soldado que estaba a punto de asestar un golpe mortal vio su arma hacerse añicos contra la armadura de su enemigo. El poder místico se había ido.
Perder el poder de Zanjara fue un golpe abrupto y brutal. El ejército de muertos de Anubis seguía luchando, pero la ventaja se había evaporado. Y para empeorar las cosas, los tres generales, que hasta ahora habían permanecido de pie, inmóviles, como estatuas de una calamidad venidera, parecieron sonreír al unísono. El fin de esa ayuda externa hacía, para ellos, completamente innecesaria su intervención… por ahora.
—Anubis… —dijo Vincent, su voz un gruñido de esfuerzo. Usando su extraordinario poder mágico, levantó a uno de los soldados de silicio en el aire. Apretó su propia mano en un puño, y el caballero negro se comprimió sobre sí mismo, convirtiéndose en una bola metálica y retorcida que Vincent arrojó con un poder devastador contra otro soldado, enviándolo a volar—. El poder de Zanjara nos abandonó. ¿Puedes imbuir las armas de los soldados también con tu poder?
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Editado: 19.08.2025