Elizabeth Rouse y el Misterio de la Luna

Capítulo 17 – El Vacío y el Sueño

Azrael le plantó cara al general que no usaba armas. Era un vacío andante, un agujero negro con forma de caballero que marchitaba el aire a su paso. El poder del general le recordaba de una forma perversa y retorcida al de la Santa Muerte, así que, mientras mantenía una distancia prudente, decidió preguntarle a la diosa en su mente.

—¿Esa cosa tiene tu poder?

La risa de la Santa Muerte fue un eco de desdén en su conciencia. —¿Qué? ¿Esa cosa? Por supuesto que no, mi querido avatar. Fíjate bien. Nuestra habilidad es completamente distinta. Yo me alimento de la energía vital, de la chispa que anima la carne. Él es más vulgar. Se alimenta de la energía mágica que emana de todo ser vivo. Aunque el efecto final es similar —la muerte—, nuestros métodos son como comparar a un gourmet con un carroñero.

—Sí, pero él es más eficiente —replicó Azrael con una calma glacial, esquivando una onda de energía invisible que el general proyectó sin moverse—. Es controlado, se hace más fuerte con lo que devora y no desperdicia nada.

La Santa Muerte bufó, su orgullo herido. —¿Eficiente? Yo también me hago más poderosa cuando me alimento, ¡pero tú eres quien no me dejas! ¡Si me dieras un festín con las almas de tus aliados, ya habríamos ganado esta absurda batalla! ¡Él es un novato! ¡Yo soy la Diosa de la Muerte! Compararme con una criatura inferior es una blasfemia.

—Tranquila —la interrumpió Azrael—. Te ayudaré a demostrarlo. Dejar viva a esa criatura sería una mancha para nosotros.

¿Nosotros? —preguntó la Santa Muerte, su irritación detenida por una genuina sorpresa.

—Nosotros —confirmó Azrael—. Después de todo, ahora soy tu avatar. Lo que manche tu nombre, manchará el mío.

Hubo un instante de silencio. En la mente de Azrael, la imagen de la diosa pareció parpadear, y un leve rubor, casi imperceptible, cruzó su rostro pálido. Quizás ese sujeto le agradaba un poco, después de todo.

Bien, Azrael… —dijo ella, su tono ahora más enfocado, más letal—. Ese sujeto es una aspiradora de poder mágico. Si entras en su rango de ataque, te absorberá en cuestión de minutos. Dada la inmensa cantidad de poder divino que Anubis te ha concedido, eso lo haría imparable.

—Me dices eso porque tienes una idea de cómo derrotarlo.

De la misma forma que tú me derrotaste a mí.

—Tu padre ya no acudirá a mi llamado —replicó Azrael, mientras sentía el latido de su propio corazón, un trueno en su pecho que había olvidado cómo sonaba—. Él fue quien me dio un cuerpo que no tenía vida…

Y solo en ese momento, la verdad lo golpeó con la fuerza de un cataclismo. El poder de Anubis, alimentado por toneladas de Bloodstell, no solo lo había curado y potenciado. Había reescrito la maldición de Zanjara. Su cuerpo ya no era el de un ser sin vida, no era un simple muerto viviente sin sentimientos. Estaba vivo. Tan vivo como antes de sacrificarlo todo por su venganza.

Parece que ya te diste cuenta, ¿no? —dijo la Santa Muerte al sentir la conmoción de Azrael—. El poder de Anubis fue más que suficiente para romper la maldición de mi padre. Y no solo eso, es suficiente para que canalices el cien por cien de mi poder… aunque tu cuerpo vivo solo lo soportará unos pocos minutos.

—Aun así, seríamos absorbidos por esa cosa.

Puedo crear una barrera temporal. Unos segundos. Un solo instante en el que su poder no pueda tocarnos. Aunque, si tuviera algunas almas frescas, podría alterar la realidad a tu favor…

—No sacrificaremos a nadie —sentenció Azrael.

El general, que hasta ahora solo observaba desde la distancia, pareció cansarse de esperar. No corrió. Simplemente, dejó de estar allí y apareció a la espalda de Azrael. El avatar de la muerte reaccionó a una velocidad vertiginosa, desplegando sus seis alas para alejarse, pero fue inútil. Ese instante bastó.

Una de sus majestuosas alas de luz fue cercenada limpiamente. No hubo sangre, sino una explosión de energía pura y alma blanca que fue absorbida al instante por el general. Su poder se incrementó de manera exponencial; una sola de esas alas contenía más energía mágica que todo el ejército de refuerzos.

El general gritó, presa de un éxtasis profano al probar el poder de Azrael. Y en ese mismo momento, a kilómetros de distancia, Azrael y la Santa Muerte gritaron al unísono, sintiendo el dolor fantasma de una extremidad divina siendo arrancada.

—Esa cosa… —jadeó Azrael, tratando de mantenerse en el aire, su equilibrio roto—. Su poder ahora es… dos o tres veces mayor… ¿Cómo diablos lo enfrentaremos?

Pero la Santa Muerte no compartía su desesperación. En su mente, su expresión no era de miedo, sino de una súbita y terrible iluminación. Acababa de ver algo en el momento en que el ala fue absorbida. Una clave. Una debilidad imposible.

No es eso lo que me sorprende… —dijo, su voz ya no irritada, sino fría, calculadora y llena de una confianza aterradora.

—Ya sé cómo derrotarlo.

En otro rincón del apocalipsis, el espacio alrededor del general que portaba los látigos se había transformado. Una neblina plateada, densa como mercurio líquido, lo rodeaba, deformando la luz y el sonido. Era el Mundo de los Sueños de Baku, impuesto sobre la realidad muerta de la luna.

Los propios látigos del general se retorcieron, su cuero agrietándose para revelar escamas de pesadilla. Se convirtieron en dos enormes y aterradoras serpientes de sombras que se enroscaron sobre su propio amo, restringiendo sus movimientos. Al mismo tiempo, del suelo onírico, brotaron un centenar de espadas. Eran copias imperfectas y temblorosas, forjadas con el metal de los mismos caballeros negros que él comandaba. Un ejército de sus propios pecados, listo para atacarlo.

Sin embargo, el general no mostró pánico. Ni siquiera sorpresa.




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