Mayron respiraba con dificultad, sus manos temblaban, su cuerpo estaba al borde del colapso, pero su mente seguía enfocada. No tenía opción. Si fallaba ahora, no habría más oportunidades. Con un grito contenido, comenzó a conjurar.
Gracias al pacto con Hécate, podía sostener tres hechizos de nivel supremo con el maná de uno solo. Aprovechando esa bendición, hizo lo impensable.
El primer hechizo fue una copia perfecta del Rayo Rompecielos, aquel que había destruido al primer general. Esta vez, amplificado seis veces. No era una multiplicación ordinaria. Era exponencial. Una locura de poder que ni los Archimagos del pasado se habrían atrevido a replicar.
El segundo hechizo fue un escudo personal de absorción, una cúpula de energía pura que lo protegería del calor y el impacto devastador que incluso él mismo podía sufrir al lanzar un ataque de esa magnitud a tan corta distancia. Sabía que sin ese escudo, moriría junto al enemigo.
Y el tercer hechizo… fue para Dren.
Un portal dimensional, rápido, preciso, cargado de una intención quirúrgica. El portal apareció tras Dren y lo engulló justo en el instante exacto en que el Rayo fue disparado. El momento fue tan justo que cualquier error en el cálculo habría resultado en la muerte de ambos.
El rayo impactó.
Una explosión de poder descomunal arrasó la sala. La máquina infernal que extraía esencia no fue destruida, pero su estructura colapsó, quedando inútil. Pilares enteros cayeron, el suelo se partió como un cristal agrietado y durante unos segundos la luna tembló como si fuera a quebrarse en dos.
Dren apareció junto a Elizabeth, tras la barrera de protección invocada por Veldora. Estaba pálido, sangrando, el cuerpo castigado por la magia de amplificación. Cada músculo suyo ardía. Pero estaba vivo.
El portal se cerró justo cuando una viga de metal del tamaño de un carruaje pasó silbando por el lugar donde él había estado.
Dren cayó al suelo, su cuerpo temblando incontrolablemente. El coste de usar un hechizo de amplificación de sexto grado era un dolor que ningún mortal debería soportar. Sus músculos gritaban en agonía, su sangre se sentía como fuego líquido, y cada nervio de su cuerpo era una sinfonía de sufrimiento.
El caos reinó durante unos segundos que parecieron eternos. La devastación fue total. Y no solo eso. La luna entera temblaba, vibrando como si el ataque de Mayron la hubiera agrietado hasta el núcleo.
Elizabeth, al verlo aparecer, no pudo contenerse. Rompió todo protocolo, toda compostura. Corrió hacia él, se lanzó sobre su pecho y lo abrazó con la desesperación de quien ha visto la muerte demasiado de cerca. Lloró. Lloró como una niña que no quiere perder lo único que la hace sentirse segura.
Dren, con esfuerzo, la sostuvo. Pero no correspondió al abrazo por mucho tiempo. La separó suavemente, mirándola con seriedad.
—Aún no es tiempo de llorar, princesa.
Levantaron la vista. Y el terror heló la sangre en sus venas.
En medio del cráter humeante, rodeado por los restos de su propia creación, el General aún estaba de pie. El rayo le había causado un daño considerable: su armadura estaba agrietada, partes de su cuerpo eran ahora un amasijo de metal derretido, y un aura de poder inestable lo rodeaba. Pero no había bastado para detenerlo.
Habían usado sus mejores cartas. Habían desatado el poder de una estrella. Y no fue suficiente.
Todos lo tuvieron claro. No tenían forma de detenerlo. La esperanza, que había brillado tan intensamente, se extinguió en ese instante.
Fue entonces cuando Dren escuchó una voz. No con sus oídos, sino en el centro de su mente.
—Dren.
La voz de Narel resonó en su mente, tan clara y fuerte como si estuviera a su lado.
—¿Están todos bien? ¿Qué diablos sucedió ahí dentro?
Dren no sabía si contestarle usando palabras o solo pensando, así que prefirió probar. No estamos bien, pensó, sintiendo el eco de su propia desesperación. Le lanzamos todo lo que teníamos a un sujeto que protege estas ruinas… y aún está de pie.
—¿Hay un General de Silicio con ustedes?
—¿Así los llaman?... Sí. Y ahora nos matará a todos.
Una segunda voz, perezosa pero extrañamente reconfortante, se unió a la conversación. Era Baku. —Dren, ¿puedes confiar en nosotros?
—Lo hago.
—Entonces, prepárate. Reviviremos tu viejo pacto…
El demonio. La criatura que lo atormentó durante años, de la cual apenas hacía unas semanas se había librado. Volvería. La idea debería haberlo aterrorizado. En cambio, sintió una calma fría.
—No hay problema —respondió Dren, su resolución endureciéndose—. La idea es usar fuego contra fuego, ¿no?
—Sí —confirmó Baku—. Algo así. Pero a una escala completamente distinta.
Y el mundo se desvaneció.
El mundo de Dren se disolvió, no en la oscuridad, sino en una pesadilla demasiado familiar.
Su conciencia fue transportada a un lugar que reconoció al instante: una versión retorcida y grotesca del laboratorio. Las paredes no eran de metal, sino de rostros gritando en silencio. El suelo estaba cubierto de cadenas oxidadas y jeringas rotas. En el centro de esta manifestación de su propio infierno, se encontraban dos figuras colosales.
Narel estaba allí, su forma ahora brillando con el poder prestado por Anubis, sereno en medio del caos. A su lado, Baku ya no era un pequeño tapir. Su verdadera forma era la de un titán, su cuerpo humanoide parecía tejido con polvo de estrellas y nebulosas, y su cabeza de tapir observaba la escena con una sabiduría antigua y una gravedad que Dren nunca le había visto.
—Dren —dijo Narel, su voz resonando en el paisaje mental—. Escucha con atención. No tenemos mucho tiempo.
Baku, el titán, hizo unos complejos movimientos con sus manos de estrella. Luego, su estómago se infló de una manera grotesca. Se inclinó, y como si arrojara un huevo podrido desde las profundidades de su ser, vomitó una esfera de energía oscura y palpitante. La esfera cayó al suelo del recuerdo y se resquebrajó, liberando una figura que Dren conocía demasiado bien.
#1847 en Fantasía
#640 en Joven Adulto
fantasia épica, terror lovecraftiano, batallas epicas divinidades
Editado: 19.08.2025