Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 1 Sangre y Seda

La muerte había sido un eco; el despertar fue una colisión.

Un instante antes, solo existía el frío punzante del asfalto contra su mejilla y el lamento lejano de una sirena cortando el aire nocturno. Un tobillo roto, una caída estúpida por las escaleras. Un final sin gloria.

Y al siguiente, seda.

Suave, pesada y abrumadoramente real. La tela se adhería a una piel que no reconocía, en una habitación bañada por la luz plateada de una luna que no era la suya. El aire olía a cera de abejas y a flores desconocidas.

Su cuerpo, el cuerpo de la princesa Elizabeth Rouse, se convulsionó sobre el lecho. Un nombre que resonaba en su cráneo con el peso de una corona. Pero no era el único eco. Su mente se desgarró cuando un torrente de vidas ajenas, de muertes ajenas, se vertió en ella. Un caballo desbocado sobre mármol pulido. El filo de una daga en la oscuridad. El fuego consumiendo un estandarte. Veneno quemando la garganta.

La mente recién llegada, arrancada de una vida sencilla y una muerte absurda, se ahogaba en un océano de realeza, magia y sangre. Cientos de vidas pasadas, cientos de fracasos, se arremolinaban como fantasmas furiosos a su alrededor, cada uno intentando reclamar lo que una vez fue suyo.

No era la primera. Y el mundo, sin saberlo, rezaba para que fuera la última.

La conciencia, aún tambaleante, flotó entre la seda y el vacío, zarandeada por fragmentos de memorias que no le pertenecían. En medio del caos, una bruma plateada lo cubrió todo. El dolor se aplacó, pero no cesó. Era un dolor antiguo. Un eco acumulado de muchas muertes.

Y entonces, la luz.

No era cálida ni cegadora. Era antigua. Ancestral. Una figura sin rostro emergió del resplandor como una estatua arrancada del tiempo. Su voz no brotaba de una boca, sino del aire mismo, como si el mundo hablara en secreto.

—Lo lamento… pero eres la única esperanza que nos queda.

La recién llegada —el alma que alguna vez fue solo una chica normal— trató de hablar, de respirar, de aferrarse a una sola certeza.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando?

—No hay tiempo para explicaciones —respondió la figura, y su voz se quebró, como si ya la hubiera dicho mil veces—. Todos mis recuerdos… ahora son tuyos. Ten cuidado con todos ellos… ninguno es quien dice ser.

Pero antes de que pudiera preguntar más, la blancura se rasgó.

Una sombra viviente devoró la escena. Palpitaba como carne sin forma. Tenía ojos donde no debería haber ojos. Garras que no necesitaban cuerpo.

Un segundo antes del impacto, una voz gutural, grave, surgió del núcleo de esa oscuridad.

—Princesa… ¿qué estás intentando hacer… otra vez?

La figura luminosa extendió su mano. Rozó la frente de la joven con un último gesto desesperado.

Y todo explotó.

No fue fuego. Fue conocimiento. Imágenes, idiomas, secretos rotos por generaciones, conjuros, nombres… y palabras tan cargadas de poder que laceraban la conciencia como cuchillas.

Todo eso se vertió en su interior como lava. Violenta. Incontenible. Inhumana.

Demasiado.

Demasiado rápido.

La figura de luz fue tragada. Su grito, un murmullo de derrota.

No logró transferirlo todo. La conexión había fallado.

Y sin todo... ella no podría sobrevivir.

Elizabeth abrió los ojos.

No en la cama donde murió, ni en el mundo que conocía.

En un cuerpo que no le pertenecía.

En un mundo que la esperaba… con hambre.

Ya no era la chica que cayó por unas escaleras.

No era nadie que el mundo recordaría por voluntad propia.

Ahora era Elizabeth Rouse, princesa heredera del Reino Aurel.

Custodia del mineral más codiciado y peligroso del mundo.

Rehén viviente de un tratado ancestral que la obligaría a elegir entre cinco príncipes.

Cinco futuros.

Cinco ruinas.

Sabía que los recuerdos estaban incompletos. Cortados. Envenenados.

Pero lo que había visto…

Lo poco que había sentido…

Era suficiente para aterrorizar a cualquier alma cuerda.

Porque ahora lo comprendía.

Este mundo no necesitaba una princesa.

Necesitaba una mentirosa.
Una estratega.
O una asesina.

Aún tambaleante, con las manos temblorosas y la respiración desordenada, Elizabeth se aferró al borde del lecho. Cada célula de su cuerpo protestaba, abrumada por las visiones, los recuerdos ajenos, el peso de tantas vidas fracturadas. No entendía del todo dónde estaba… pero lo que sí sabía, con una certeza punzante, era que estaba viva.

Y eso ya era demasiado.

Con esfuerzo, sus pies tocaron el suelo frío. Avanzó hacia la ventana con pasos torpes, como quien camina por primera vez tras una fiebre larga. Sus dedos, aún temblorosos, empujaron la celosía tallada… y entonces, se detuvo.

El cielo la observaba.

Allí arriba, flotaban dos lunas. Una enorme y resplandeciente, como una ciudad suspendida en el firmamento, salpicada de luces que parpadeaban como faros lejanos en una pista de aterrizaje nocturna. La otra, más pequeña, desolada y gris, parecía una piedra muerta olvidada por los dioses.

Ambas colgaban del cielo con una quietud inquietante. Ambas visibles, como si bastara con estirar la mano para arrancarlas del firmamento.

Elizabeth tragó saliva. Su corazón latía como un tambor de guerra.

—¡Su Alteza!

La voz, melosa y familiar, la sobresaltó. Una de sus damas de compañía entraba en la alcoba. Al ver a la princesa junto a la ventana, pálida y desvalida, se apresuró a acercarse con una expresión de fingida preocupación.

Pero esa voz, ese rostro de facciones perfectas, desencadenó una colisión en su mente.

Un recuerdo. No el suyo, sino el de otra. Un dolor fantasma floreció en su pecho, agudo y traicionero. El frío del acero deslizándose entre sus costillas en la quietud de la noche. La sorpresa en los ojos de una Elizabeth anterior al reconocer a su asesina.



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En el texto hay: oscuro, magia, harem inverso

Editado: 23.06.2025

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