El resto de la noche fue una vigilia forzada, una larga y silenciosa batalla contra los ecos del día. Elizabeth no pudo pegar el ojo. No se atrevía. Cada sombra que se movía en la periferia de su visión era una daga, cada crujido de los viejos huesos del castillo era el paso de un nuevo asesino.
Un mago había venido. Un hombre sin rostro y con túnicas grises que olían a ozono y a hierbas secas. Se presentó como un Sanador del Gremio y, sin pedir permiso, colocó sus manos a centímetros de los moratones que florecían en su piel. Elizabeth sintió un calor antinatural, una vibración que penetró hasta sus huesos mientras el hombre murmuraba en una lengua gutural. Magia de Amplificación, Nivel 1, le había explicado después el Médico Real con una reverencia. Simplemente aceleraba la capacidad innata de su cuerpo para sanar. En menos de una hora, estaba intacta, sin la más mínima cicatriz, pero con el recuerdo del impacto grabado a fuego en su alma.
Más tarde, otro mago, un transmutador, reparó la ventana rota. Elizabeth lo observó desde el rincón más alejado de la habitación, fascinada y aterrorizada. El hombre movió sus dedos en un patrón complejo, como si tejiera un tapiz invisible en el aire. Los fragmentos de cristal en el suelo temblaron, se elevaron como un enjambre de insectos brillantes y fluyeron hacia el marco vacío. Con un zumbido bajo y un destello de luz plateada, el cristal se fusionó, volviéndose liso, perfecto, como si la violencia nunca hubiera existido.
Como si ella no hubiera estado a punto de morir.
Ahora, dos guardias de la Guardia Real, moles silenciosas con armaduras de acero pulido y el blasón de la Rosa de Aurel grabado en el pecho, estaban plantados a cada lado de su puerta. Esperaba, con un humor negro que no sabía que poseía, que al menos ellos no intentaran matarla por segunda vez en la misma noche.
La asesina la había llamado analfabeta. Y era verdad. En este mundo de magia y poder, ella no sabía leer ni escribir.
Se sumergió en el laberinto de su nueva mente, buscando respuestas. Los recuerdos de la princesa Elizabeth eran un lago tranquilo y accesible. Podía verlos con una claridad dolorosa: el día que cumplió trece años, sola. La noticia de la muerte de su padre, el Rey, tres años atrás, un evento que la sumió en un silencio y un aislamiento autoimpuesto. Recordaba los tres años siguientes, un borrón de días pasados en esa misma alcoba, negándose a ver a nadie. Y recordaba el día que por fin salió, solo para que un caballo desbocado la enviara de regreso a su habitación, inconsciente. El día en que ella llegó.
Recordaba nombres de cortesanos, el linaje de las grandes Casas Nobles, el mapa del castillo… pero eran hechos muertos, información sin contexto. Cuando intentaba buscar más allá, cuando intentaba entender la magia, la política del Consejo, las verdaderas razones de la muerte de su padre… el lago tranquilo se convertía en un océano rugiente en plena tormenta. Un caos de imágenes, gritos y sensaciones ininteligibles que amenazaba con ahogarla. Era un conocimiento que estaba allí, pero protegido por una cerradura para la que no tenía llave.
Amaneció. La luz de las dos lunas fue reemplazada por el resplandor pálido de un sol solitario. La luz se filtraba a través del cristal recién reparado, pintando largos rectángulos dorados sobre la alfombra.
Y con el amanecer, algo en su interior hizo clic. Una pieza de metal frío encajando en su lugar.
Podía quedarse en esa habitación, protegida por guardias que quizás eran leales, esperando el próximo intento. Podía esperar a que un veneno más sutil, una conspiración mejor tejida, finalmente tuviera éxito.
O podía recordar la lección más importante de su otra vida, la que aprendió en las calles sin nombre de un mundo olvidado: la mejor defensa no es un muro. Es asegurarse de que tus enemigos tengan demasiado miedo como para atacarte.
Se levantó, y por primera vez desde su despertar, sus movimientos no fueron tambaleantes. Fueron deliberados. La chica que tropezó por unas escaleras había muerto. La princesa que se escondía del mundo también. Quienquiera que fuera ella ahora, no se escondería.
Haría que la corona que tanto codiciaban pesara tanto como una montaña sobre sus cabezas. Y la primera piedra de esa montaña sería el miedo.
Ignoró la campana de plata, el artefacto mágico que la había salvado. Ese era un instrumento de pánico. Ella ahora necesitaba uno de poder. Usó el cordón de seda trenzada que colgaba junto a su cama, una simple llamada de servicio.
Un minuto después, una joven sirvienta entró con una reverencia, sus ojos fijos en el suelo. —¿Su Alteza?
—Busca al Capitán de la Guardia Real, Marcus Tulip —la voz de Elizabeth era tranquila, pero con un filo de acero que hizo que la sirvienta levantara la vista, sorprendida—. Dile que la princesa lo requiere. De inmediato.
La muchacha parpadeó, asustada por el tono desconocido, y salió corriendo.
El Capitán Marcus Tulip llegó en menos de cinco minutos. Era exactamente como los vagos recuerdos lo pintaban: un hombre tallado en granito y disciplina. Su mandíbula era cuadrada, su cabello corto y canoso en las sienes, y una delgada cicatriz blanca partía su ceja izquierda. Cuando sus ojos, del color del acero en invierno, se posaron en ella, no había lástima ni condescendencia. Solo una evaluación tranquila y profesional. Su armadura, impecable, no emitió ni un solo sonido cuando se detuvo a tres pasos de ella y golpeó su puño contra el peto en un saludo marcial.
—Su Alteza.
—Capitán —respondió ella, poniéndose de pie—. Va a escoltarme al Salón del Alba.
El Capitán asintió, sin hacer preguntas.
—Además —continuó Elizabeth, mirándolo fijamente—, enviará a uno de sus hombres a convocar a Lord Koneporos Orchid, el Mayordomo Real. Deberá presentarse en el Salón en diez minutos. Ademas traiga a cuatro de sus guardias más leales, Capitán. Los quiero en la sala conmigo.