Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 3 Acero y Té

No pasó ni una hora.

Elizabeth se había retirado a la Biblioteca Privada del Ala Real, un santuario de madera oscura, cuero viejo y el suave aroma del pergamino. Era una habitación que la princesa anterior nunca había usado, y por eso mismo, Elizabeth la eligió. Se sentó en un sillón de respaldo alto junto a un ventanal que daba a los jardines interiores, una taza de té de hierbas humeando en una mesita a su lado. No estaba leyendo. Estaba esperando.

El poder, había aprendido en otra vida, no solo se manifestaba en la acción, sino en la anticipación calculada de la reacción del enemigo. Sabía que había pateado un nido de víboras al ordenar la aniquilación de la Casa Krait. La pregunta no era si responderían, sino cómo. ¿Sería un ataque directo, una turba de nobles furiosos? ¿O algo más sutil, como la llegada de un emisario del Consejo con una citación velada? Sus memorias fragmentadas le mostraban docenas de escenarios de sus muertes anteriores, y el Consejo era el arquitecto de muchas de ellas.

Esperaba que tumbaran la puerta con magia y saltaran para matarla. Casi lo deseaba. Un ataque abierto sería simple, una amenaza que podría enfrentar con la fuerza de la Guardia Real. Pero el silencio, la espera, era una forma de tortura mucho más refinada.

Tomó un lento sorbo de té, el calor extendiéndose por su pecho. El sabor era amargo, terroso. Le ayudaba a mantenerse anclada, a evitar que el martilleo de su corazón de trece años traicionara la fría calma que proyectaba.

Entonces, llegó.

No fue un golpe educado. Fue un aporreo violento, frenético, en las pesadas puertas de roble de la biblioteca. Un sonido vulgar y desesperado que no pertenecía a esos muros. La joven criada que la atendía dio un respingo, derramando un poco de agua en su bandeja de plata.

Elizabeth no se inmutó. Terminó su sorbo con una lentitud deliberada, luego colocó la taza de porcelana en su platillo sin hacer el más mínimo ruido. Solo entonces alzó una mano, autorizando a la aterrorizada criada a abrir la puerta.

Las puertas se abrieron para dar paso al caos.

Un hombre corpulento y de rostro enrojecido por la ira irrumpió en la sala como un toro de carga. Vestía sedas y brocados de un valor incalculable, pero su furia los hacía parecer el disfraz de un bárbaro. Tras él, dos hombres con armaduras negras y rostros sombríos, mercenarios o guardias de la casa, con las manos ya en las empuñaduras de sus espadas.

Y justo detrás de ellos, moviéndose con una calma que era infinitamente más amenazante, entró un anciano. Delgado, encorvado, con una túnica de un gris tan oscuro que parecía absorber la luz. Elizabeth lo reconoció al instante, la cara de una de sus pesadillas recurrentes.

Eleazar Luer. Presidente del Consejo Privado del Rey. El zorro que había servido a su padre durante casi doscientos años.

Y el hombre furioso, como no podía ser de otra forma, era Lord Tiberius Krait, el patriarca de la familia que ella acababa de sentenciar a la extinción.

—¡¿Qué demonios cree que tiene en la cabeza?! —rugió Lord Krait, su voz un trueno que hizo vibrar las copas de cristal sobre una bandeja cercana. Sus guardias personales dieron un paso adelante, creando una muralla de músculo y acero amenazante.

El tono, la forma, la invasión misma... todo era una provocación calculada para que ella reaccionara como una niña asustada.

Sin embargo, Elizabeth premeditadamente lo ignoró. Como si fuera una mosca ruidosa, un detalle sin importancia en la decoración de la sala. Su mirada, serena y clara, pasó por encima del furioso Patriarca y se posó directamente en el verdadero poder en la habitación.

—Presidente Luer —dijo con una voz tan tranquila que era casi un insulto, levantando ligeramente su taza de té en un gesto de saludo—. Es un honor que use su precioso tiempo para visitarme. Confío en que no haya sido arrastrado hasta aquí en contra de su voluntad.

La sangre subió al rostro de Tiberius Krait, convirtiéndolo en una máscara de furia purpúrea. Ser ignorado era peor que cualquier respuesta. —¡Mocosa insolente! —gritó, abalanzándose hacia una mesa auxiliar y golpeándola con el puño. La madera noble crujió bajo el impacto—. ¡¿Te atreves a ignorarme a mí?! ¡Yo soy...!

—¡Capitán Marcus! —la voz de Elizabeth cortó el aire, potente y firme. No gritó, pero su tono contenía una autoridad tan helada que silenció la diatriba de Krait. Marcus Tulip, que había entrado en silencio tras ellos y se había posicionado cerca de la puerta, se irguió de inmediato—. ¿Es usted tan inútil que permite que un muerto me falte el respeto en mi propia biblioteca?

Se puso en pie, dejando la taza sobre la mesa con una delicadeza mortal. —El guardia que silencie la lengua de este hombre y ampute sus manos en este mismo instante —declaró, su voz resonando en la sala—, recibirá el título de caballero, las tierras de la Casa Krait que aún no he confiscado, y un lugar en mi guardia personal.

Fue como echar sangre a un tanque de tiburones.

La promesa de un título y tierras era el sueño de todo soldado raso. Los dos guardias reales que escoltaban a Marcus no dudaron. Desenvainaron sus espadas con un silbido metálico y se lanzaron hacia adelante.

Los guardaespaldas de Krait reaccionaron, interponiéndose. La biblioteca, un remanso de paz y conocimiento, se convirtió en un pequeño y brutal campo de batalla. El choque del acero llenó el aire, acompañado de gruñidos de esfuerzo y el sonido de un pesado atril de lectura al ser derribado.

Elizabeth no se inmutó. Observaba la escena con una calma antinatural, aunque por dentro su corazón amenazaba con salírsele del pecho. Estaba aterrorizada, pero una parte de ella, una parte fría y analítica, se sentía satisfecha. Estaban reaccionando justo como esperaba.

En medio del caos, uno de los guardias de Krait fue empujado hacia atrás. Su espada trazó un arco salvaje, un mandoble que parecía un error, un golpe perdido en el fragor del combate.




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