Lidiar con el Consejo había salido tan bien como una ejecución pública puede salir. Al menos, por ahora, nadie dentro de las murallas del palacio intentaría apuñalarla abiertamente. Pero Elizabeth no se hacía ilusiones. Había cortado lenguas, manos y linajes. El rencor era una semilla que, una vez plantada en el fértil suelo de la nobleza, crecía hasta convertirse en un bosque de traición.
Y lo que era peor, había ganado su precaria tregua con un farol. Una actuación. Su conocimiento sobre el mundo, sobre la política, y especialmente sobre la magia, era un océano de caos con unas pocas islas de recuerdos claros. Había tenido suerte, pero la suerte era la diosa de los tontos y los desesperados. Ella no podía permitirse ser ninguna de las dos cosas por mucho tiempo.
Necesitaba un guía. Un arma. Necesitaba un maestro.
Se encontraba de nuevo en la Biblioteca Privada, el santuario que había reclamado como suyo. Pero esta vez, no estaba esperando una confrontación. Estaba planeando una. Tomó un pesado tomo de un estante, encuadernado en cuero de dragón con runas mágicas incrustadas en la portada. Lo abrió. Las letras danzaron ante sus ojos, símbolos arcanos que se burlaban de ella, un lenguaje de poder que era mudo para una "analfabeta". La frustración era un sabor amargo en su boca. Cerró el libro de golpe, el sonido resonando en el silencio.
Llamó al mayordomo.
No pasó mucho tiempo antes de que Koneporos Orchid estuviera frente a ella, realizando una reverencia tan perfecta que era casi una obra de arte.
—A sus órdenes, mi Reina.
La palabra resonó. Reina. No "Alteza". Koneporos era una veleta que siempre apuntaba en la dirección del viento más fuerte, y el viento, al parecer, soplaba ahora desde el trono que ella había ocupado. Elizabeth se preguntó si el mayordomo simplemente se adaptaba al nuevo poder o si su lealtad era genuina. Era imposible saberlo. El hombre era un laberinto de cortesía y secretos.
—Veo que las noticias vuelan en el palacio —dijo ella, dejando el tomo sobre la mesa.
—Solo sé lo que mis ojos ven, mi Reina —respondió Koneporos, su rostro una máscara de serena neutralidad—. Y yo veo a la soberana de Aurel.
Elizabeth decidió no presionar. Por ahora, su obediencia era más útil que su sinceridad. —Deseo un maestro particular, Lord Orchid. El mejor que puedas encontrar en todo el reino. Alguien que no solo conozca la teoría, sino que haya empuñado el poder que enseña. Su especialidad debe ser, sobre todo, la magia.
Una ceja de Koneporos se alzó una fracción de milímetro, la única señal de su sorpresa. —Por supuesto, mi Reina. Una petición sabia. Creo que conozco a la persona adecuada.
—Entonces tráelo ante mi presencia. Pronto.
Quedaban poco para su decimocuarto cumpleaños. Era muy poco tiempo antes del inicio de su "peregrinación", ese fatídico viaje de tres años por los cinco reinos enemigos. Un minusculo lapso de tiempo para prepararse, para conocer a los monstruos. Cinco príncipes. Cinco asesinos encantadores. Tenia que dejar de ser una víctima y empezar a ser una amenaza.
La primera lección era simple: la ignorancia era la muerte. Y ella ya había muerto demasiadas veces.
Menos de una hora después, la puerta de la biblioteca se abrió con suavidad. Koneporos entró primero, anunciando la llegada con una inclinación de cabeza. Tras él, dos doncellas de palacio, y entre ellas, una figura que hizo que Elizabeth se tensara por instinto.
Era un joven alto, de hombros anchos, envuelto en una capa de lana negra que caía sobre una armadura de placas sencillas pero de una calidad exquisita. El emblema de una orquídea de plata, la misma que llevaba Koneporos pero con un diseño más marcial, adornaba su pecho. Su cabello era negro, pero sus ojos no eran rojos; eran de un gris plateado, fríos e insondables como fragmentos de hielo. Elizabeth lo reconoció al instante, no por haberlo visto, sino por los ecos de las memorias. Sir Veldora Luer. El nieto de Eleazar. Un genio del combate y la magia, y un candidato indiscutible a uno de los doce puestos de la Guardia Imperial.
¿Qué hace el perro guardián del Consejo aquí?, pensó, su mente corriendo a una velocidad febril.
Pero su análisis fue interrumpido por la figura que entró al final. Un hombre de porte distinguido, con el cabello y la barba de un gris plateado, perfectamente cuidados. Sus túnicas eran simples, del color del cielo al anochecer, pero la energía que emanaba de él era todo menos simple. Era una calma profunda, un poder contenido que parecía absorber el nerviosismo de la habitación. Sus ojos, a diferencia de los de Veldora, sí eran rojos, como los de ella, pero no ardían con la tormenta de una corona por ganar, sino que brillaban con una sabiduría antigua y un atisbo de tristeza.
El protocolo era estricto: ningún hombre podía estar a solas con la princesa. Por eso la presencia de las doncellas y, al parecer, la del propio Veldora como escolta del maestro. El anciano avanzó y realizó una reverencia elegante y sin esfuerzo.
—Su Alteza —saludó con voz grave y serena—. He acudido a su llamado, como se me ha indicado.
—Muchas gracias, gran sabio —respondió Elizabeth, ofreciendo la mejor sonrisa que pudo fingir.
La verdad era que no tenía la menor idea de quién era. Parecía sabio, sí, pero bien podía ser el maestro de música o el jardinero jefe. La vergüenza de su propia ignorancia la golpeó con fuerza.
—Qué impertinencia de mi parte —dijo el anciano, intuyendo su confusión con la naturalidad de quien ha leído mentes durante siglos—. Es normal que Su Alteza no me reconozca después de tanto tiempo. Soy Vincent Rouse, director de la Universidad Mágica del Reino. Hechicero de nivel maestro, cinco estrellas.
Rouse.
El apellido la golpeó como un rayo. Su apellido. Buscó frenéticamente en el lago de sus recuerdos, y esta vez, la superficie se agitó. Una imagen brotó, no como un dato, sino como una emoción cálida. Un recuerdo de una vida que no era del todo suya, pero que sentía como propia.