Tharnhold. La Fortaleza del Lobo.
El trono no era de oro ni de seda. Era una monstruosidad de piedra negra y hierro forjado, pulido por siglos de reyes guerreros. La sala del trono no era un salón de baile, sino la caverna de un depredador, con el aire espeso por el olor a sudor, acero y sangre seca. No había tapices en las paredes, solo estandartes de batallas ganadas y las cabezas de bestias monstruosas.
En el centro de todo, sentado en ese trono brutal, estaba Dren Backstell. A sus diecisiete años, ya era una leyenda. Reclamó la corona a los catorce, no por linaje, sino por derecho de conquista: la única ley que importaba en Tharnhold. Si querías ser rey, debías matar al rey. Y Dren lo había hecho con una facilidad aterradora.
Era más alto que cualquier hombre en la sala, con una musculatura que parecía tallada en la misma roca que su trono. Su piel, como la de toda su gente, tenía la dureza y la textura sutil de las escamas de dragón, un don antiguo que los hacía casi invulnerables y capaces de sanar en minutos. Su cabello, una crin salvaje y oscura. Sus ojos, dos pozos de ámbar hirviente.
Un espía, con el rostro pálido y sudoroso, terminaba su informe, arrodillado a una distancia prudente. —...y el atentado fracasó, mi señor. La princesa Elizabeth Rouse sobrevivió.
Dren no dijo nada. Su única reacción fue apretar el puño sobre el brazo de su trono. El hierro, grueso como el brazo de un hombre, gimió y se deformó bajo la presión de sus dedos.
No le importaba la vida de la mocosa de Aurel. No sentía preocupación por ella. Sentía ira. Una furia posesiva. ¿Cómo se atrevía alguien a tocar lo que era suyo? Esa princesa era su camino hacia el poder absoluto. Su reino, con sus reservas ilimitadas de Bloodstone, era su premio. La vida de ella era la llave, y le pertenecía solo a él.
—Un escriba —rugió, su voz resonando en la sala y haciendo que el espía se encogiera—. ¡Ahora!
Un hombrecillo tembloroso se apresuró con tinta y pergamino.
—Escribe —ordenó Dren, su voz un trueno contenido—. "Apreciada Princesa Elizabeth Rouse. He sido informado de la vil traición de la que ha sido víctima. Como su prometido, tal vulgaridad es un insulto que no toleraré".
El escriba tragó saliva, sus manos temblando mientras intentaba seguir el ritmo del dictado.
—"Me dirijo a su reino en este momento. Asumo personalmente la responsabilidad de su seguridad. Espere mi llegada. Nadie volverá a tocarla. Firme: Dren Backstell. Soberano Absoluto de Tharnhold y su futuro Rey".
Miró al escriba. —Envíalo. Ahora.
Mientras el hombrecillo salía corriendo, una sonrisa torcida, depredadora, se dibujó en los labios de Dren. La protegería, sí. La protegería de todos los traidores.
Al menos hasta que la corona de Aurel estuviera sobre su cabeza y la de ella ya no fuera necesaria.
(Aurel. La Biblioteca Privada.)
La carta yacía en la mano de Elizabeth. El papel era grueso, el sello un lobo agresivo. El contenido, exactamente como lo recordaba de un escenario similar en una vida pasada. Breve. Conciso. Arrogante. Posesivo. Su prometido. Su futuro Rey. La audacia era casi admirable.
Sí, este era el primer movimiento. Y como fichas de dominó cayendo en una sucesión predecible, los demás no tardarían en seguir. Tenía que prepararse.
Tocó el timbre de servicio. Casi al instante, Lord Koneporos Orchid entró, deslizándose en la habitación con su elegancia de serpiente.
—A sus órdenes, mi Reina.
Elizabeth dejó la carta sobre la mesa. —Lord Koneporos, prepare las habitaciones de invitados. Las cinco suites reales.
Koneporos parpadeó, un gesto de fingida sorpresa que ya empezaba a irritarla profundamente. —¿Mi Reina? —hizo una pausa teatral, saboreando el momento—. Pero si aún quedan varias semanas para la llegada de los distinguidos… príncipes.
—Deje las tonterías, Lord Orchid. Usted y yo sabemos que este castillo está infestado de sus espías tanto como de los míos. Si el reino menos sutil de todos ya conoce el atentado, puedo asegurar que los otros cinco lo saben desde ayer. Así que preparémonos adecuadamente para recibir a sus altezas.
Koneporos inclinó la cabeza, su sonrisa ahora afilada y maliciosa. —Como ordene, mi Reina. ¿Desea que agregue una pizca de veneno de Loto Negro en sus copas de bienvenida? Es rápido, indoloro y prácticamente indetectable. Un gesto de hospitalidad, por así decirlo.
Elizabeth tuvo suficiente.
Elizabeth se puso de pie. No de un salto, no con ira. Se levantó con una calma líquida y deliberada que era mucho más aterradora que cualquier grito. Dejó la carta de Dren sobre la mesa y caminó lentamente hacia Koneporos, el suave roce de su vestido sobre la alfombra el único sonido en la sala.
Se detuvo a un paso de él. Era una niña de trece años mirando a un hombre que movía los hilos de un reino. Pero en sus ojos rojos no había miedo. Había un fuego antiguo, el de cien vidas que ya habían aprendido a reconocer a una serpiente cuando la tenían delante.
—¿Cree que soy una de las necias de su Consejo a las que puede manipular con sonrisas y veneno, Lord Orchid?
La sonrisa de Koneporos no vaciló, pero sus ojos, por una fracción de segundo, se afilaron. —Por supuesto que no, mi Reina. Jamás se me ocurriría tal cosa. Solo le sirvo a usted.
—No —dijo Elizabeth, su voz un susurro cortante—. Usted le sirve a sus propios intereses, como cualquier hombre inteligente. Y eso no me molesta. Lo que me molesta es la falta de respeto. Así que dejemos este baile. Sé que no me teme como lo hacen los brutos del Consejo. El miedo no es su moneda. La ambición, sí.
Dio un paso más, cerrando casi por completo la distancia entre ellos. —Así que le pregunto directamente: ¿cuál es el precio de su verdadera lealtad?
Por primera vez, la máscara de Koneporos se resquebrajó. La sonrisa de cortesano se desvaneció, reemplazada por una expresión de genuina y fría evaluación. Vio que la niña frente a él no estaba jugando a ser reina. Estaba negociando como una.