Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 9 – Príncipes y Murallas

El vehículo de Zerek von Vireon no hacía ruido. Se deslizaba sobre el camino de piedra como un fantasma de obsidiana y cromo, una maravilla de la ingeniería de Vereon que contrastaba con la naturaleza rústica del exterior de Aurel. Desde su interior de cuero blanco y cristal polarizado, Zerek observaba las defensas del legendario reino.

La Primera Muralla era una monstruosidad de roca y magia antigua, imponente, pero, a su juicio, ineficiente. Vio las runas de protección brillando con una energía caótica, un poder bruto sin la elegancia de un sistema bien diseñado. Al cruzarla, notó que la Segunda Muralla incorporaba tecnología autómata, seguramente un diseño comprado o robado de su propio reino. Bárbaros intentando imitar a sus superiores, pensó con una pizca de desdén. La Tercera era una maravilla arcana, la Cuarta un bastión de golemancia, y la Quinta, la más cercana al palacio, una fortaleza viva, entrelazada con las raíces de la montaña misma. Un sistema defensivo formidable, pero desordenado. Una mezcla de eras y filosofías que a su mente lógica le resultaba ofensiva.

Finalmente, vio el Palacio Rouse. No como una joya, sino como un organismo. Se aferraba a la ladera de la montaña sagrada, una estructura de torres y almenas que parecía haber crecido directamente de la roca, una fortaleza celestial que ocultaba el mayor tesoro del mundo: el monopolio del Bloodstone. Y pronto, todo sería suyo para optimizar. Para perfeccionar.

Al entrar en el Gran Salón de Recepciones, fue el primero en llegar. El lugar era un asalto a los sentidos. Cúpulas de cristal rojo filtraban la luz, bañándolo todo en un brillo sangriento. Mosaicos encantados en las paredes susurraban fragmentos de profecías en un bucle eterno. El aire olía a incienso, a poder antiguo y a una decadencia que Zerek encontró predecible. Se posicionó en el centro de la sala, un faro de blanco impecable en un mar de opulencia carmesí, y esperó. Analizando. Calculando.

No tuvo que esperar mucho.

El segundo en llegar entró no con la gracia de un diplomático, sino con el paso pesado de un depredador reclamando su territorio. Zerek lo analizó de pies a cabeza: cabello negro y corto, corte militar. Su torso, ancho y musculoso, estaba casi al descubierto bajo una capa de piel oscura. Cada músculo era una promesa de violencia. Todo en él gritaba Tharnhold, el Reino Guerrero. Un bárbaro. Un espécimen interesante.

Zerek compuso su rostro en una máscara de perfecta y fría cortesía, y dio un paso al frente.

—Es un honor estar en su presencia, príncipe victorioso Dren Backstell.

Dren apenas lo miró, sus ojos de ámbar hirviente barriendo la sala como si buscara amenazas o presas. —¿Y tú eres…?

—Permítame presentarme. Soy el príncipe heredero Zerek von Vireon —dijo Zarek, su voz tan pulcra como su traje, sabiendo que para alguien como Dren, los títulos eran meros ruidos.

Dren finalmente fijó su mirada en él, una mirada tan intensa que un hombre menor se habría encogido. —Ah. ¿Eres al que llaman el "Santo Frío"? Te imaginaba… diferente.

—Algunos rumores son más poéticos que precisos —respondió Zerek, sin perder la compostura—. Es un placer conocer por fin al renombrado príncipe Backstell…

—Te permito llamarme Dren —lo interrumpió el guerrero, cruzando los brazos. El gesto era una clara muestra de dominio, una forma de dictar los términos del encuentro.

Zarek se ajustó las gafas, un gesto mínimo para ocultar un destello de irritación. —De acuerdo. Dren. En ese caso, le permito llamarme solo Zerek. Me sorprende que alguien de sus lejanas tierras sepa de alguien tan humilde como yo.

Un sonido gutural, a medio camino entre una burla y un gruñido, escapó del pecho de Dren. —¿Humilde?

Dio un paso al frente. No fue un movimiento rápido, sino deliberado, pesado, como el de una montaña que decide moverse. El aire en el salón pareció espesarse. Los pocos cortesanos de Aurel que se encontraban cerca sintieron una presión instintiva, un miedo primordial que los hizo retroceder sin ser conscientes de ello. Zerek no se movió, pero sus sistemas internos registraron el cambio: el ritmo cardíaco de Dren no se había acelerado; su postura había pasado de una dominancia relajada a la de un depredador a punto de saltar.

Dren se detuvo a un palmo de él, su imponente figura proyectando una sombra sobre el inmaculado traje de Zerek. El olor a cuero, a acero y a algo salvaje y ozónico invadió el espacio personal del príncipe de Vereon.

—Tu leyenda no tiene nada de humilde, "Santo Frío" —dijo Dren, su voz un murmullo bajo y vibrante—. Me pregunto… si te matara ahora mismo, aquí, en este salón tan elegante… ¿tu reino de autómatas me entregaría su trono?

Zerek no retrocedió ni un centímetro. Su rostro permaneció sereno, pero el aire a su alrededor pareció enfriarse notablemente. Una sonrisa fina, tan afilada y sin emoción como un escalpelo, se dibujó en sus labios.

—Me temo que no. Nosotros no tenemos esas costumbres… bárbaras. Nuestro liderazgo se basa en el intelecto y el progreso, no en quién tiene los músculos más grandes.

—¿Progreso? —la palabra salió de la boca de Dren con un desprecio absoluto—. Desde mi punto de vista, tú ascendiste al trono igual que yo… solo que tu carnicería fue silenciosa y la llamaste "progreso".

La sonrisa de Zerek no flaqueó, pero sus ojos azules se volvieron gélidos, perdiendo todo atisbo de falsa cortesía. Ese bárbaro era más perceptivo de lo que su análisis inicial sugería. Había golpeado un nervio.

—Una perspectiva fascinante —replicó Zerek, su voz ahora sedosa y venenosa—. Entonces, aplicando tu simple y directa lógica… si yo soy quien te mata a ti, aquí y ahora… ¿eso me convertiría en el rey de tu pantano de lodo y acero?

Dren lo miró fijamente, sus ojos ambarinos ardiendo con una confianza absoluta, casi alegre. —Sí.-luego añadio-Así de simple. Así de fácil.

La palabra, única y rotunda, cayó en el silencio tenso como un yunque. No era una bravuconada. Era una simple declaración de hechos, la ley fundamental de su mundo. El suelo bajo los pies de Dren pareció vibrar con una energía contenida, y una débil aura carmesí, casi imperceptible, comenzó a emanar de su piel.




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