Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 11 Reglas y Competencias

El silencio en el Gran Salón del Trono era un ente vivo. Denso, pesado, y cargado con la energía contenida de cinco depredadores que se evaluaban mutuamente. Todos los ojos, los de los príncipes, los del Consejo, los de la corte, estaban fijos en la pequeña figura sentada en el inmenso Trono de la Rosa.

Elizabeth sintió el sudor frío bajo sus guantes de seda. El pánico, esa serpiente helada, intentó enroscarse en su estómago. No ahora, se ordenó. La máscara. Mantén la máscara.

Sabía que no podía quedarse sentada, esperando que ellos dictaran el ritmo. Tenía que tomar el control.

Con una gracia que no sentía, se puso en pie. El movimiento, pequeño y deliberado, atrajo la atención de todos como un imán. Descendió lentamente los diez escalones del estrado, su vestido azul ondeando a su alrededor como un trozo de cielo nocturno. No se dirigió al centro, sino que caminó directamente hacia el primero de sus pretendientes, el más cercano al trono.

Se detuvo frente a Dren Backstell. El príncipe guerrero se levantó, su enorme figura empequeñeciendo la de ella. Olía a cuero y a ozono, a una tormenta contenida. —Príncipe Dren —dijo Elizabeth, su voz un murmullo suave, la voz de una niña impresionada. Hizo una pequeña reverencia y extendió su mano.

Dren sonrió, una sonrisa de posesión. Tomó su mano. Su tacto era áspero, calloso, el de un hombre que empuñaba una espada, no una pluma. Su apretón fue firme, una prueba de fuerza sutil que ella sintió hasta el codo. Elizabeth no retiró la mano; simplemente mantuvo la mirada, sus ojos rojos fijos en los de él. Dren pareció satisfecho y depositó un beso protocolario sobre el guante, sus ojos nunca dejando los de ella.

Sin decir más, Elizabeth se giró y se dirigió al siguiente.

Se plantó frente a Zerek von Vireon. El Príncipe Científico se levantó con una fluidez mecánica. Su presencia era fría, limpia, con un vago olor a metal y antiséptico. —Príncipe Zerek. Extendió su mano de nuevo. El tacto de Zerek fue todo lo contrario al de Dren. Sus dedos eran fríos, su presión precisa, casi clínica, como la de un cirujano. Depositó el beso sobre su guante con una sonrisa perfecta que no llegó a sus ojos azules como el hielo. No había calor, no había pasión. Solo cálculo.

Continuó su recorrido. Frente a Mayron, sintió la vibración de la magia arcana que emanaba de él. Su mano apenas rozó la suya, su beso fue un gesto etéreo mientras sus ojos violetas estaban más interesados en el encantamiento de su anillo que en ella misma.

Frente a Narel, la invadió una extraña calma. Su mano era cálida, su agarre relajado. Su beso fue perezoso, casi distraído, pero cuando sus ojos somnolientos se encontraron con los de ella, vio una inteligencia antigua y una diversión que la inquietó profundamente.

Finalmente, llegó al último. Azrael. El aire a su alrededor era notablemente más frío. Cuando se levantó, se movió con una gracia silenciosa y letal. Al tomar su mano, el contacto de su guante blanco fue como tocar un trozo de mármol de una tumba. Depositó el beso sin mirarla, sus ojos negros fijos en un punto lejano, en dirección a Zerek. El odio que emanaba de él era una fuerza física, un veneno en el aire.

Elizabeth retiró la mano y volvió a subir los escalones hacia su trono. El mensaje de cada uno había sido recibido. El conquistador, el científico, el mago, el inmortal y el fantasma. Acababa de saludar a sus cinco verdugos. O a sus cinco víctimas.

Una vez que Elizabeth regresó a la quietud de su trono, Eleazar Luer, el Presidente del Consejo, se levantó con un esfuerzo casi imperceptible. Caminó lentamente hasta el centro del estrado, a la izquierda de la princesa. Luego, desplegó un pergamino que parecía no tener fin, y con voz grave —amplificada por la magia del salón para retumbar hasta el último rincón— comenzó a hablar:

—Su Alteza, distinguidos príncipes. A continuación, daré lectura oficial a las Reglas de Selección. Si bien el proceso comenzará formalmente en tres días —el día del decimocuarto cumpleaños de Su Alteza—, consideramos prudente informar los lineamientos de esta elección, que se extenderá por tres años exactos, hasta el día de su decimoséptimo cumpleaños, fecha en la cual se celebrará su boda.

Todos guardaron silencio. Elizabeth ya conocía cada palabra de ese pergamino. Lo había escuchado demasiadas veces en demasiadas vidas. Aun así, debía aparentar sorpresa, una máscara de inocencia y atención.

Primera regla: Su Alteza la princesa Elizabeth deberá residir un mínimo de un mes y un máximo de seis meses en el reino de cada uno de los príncipes.

Bien, pensó Elizabeth. Eso es una ventaja. Lejos de Aurel, lejos del alcance directo de las dagas del Consejo.

Segunda regla: La duración específica de la estancia en cada reino será decidida únicamente por la princesa.

Mejor aún. Puedo alargar mi tiempo fuera.

Tercera regla: El tiempo restante del periodo de tres años, tras haber visitado todos los reinos, deberá pasarlo en su tierra natal, donde reflexionará sobre sus experiencias y tomará su decisión final.

Cuarta regla: Los príncipes podrán acompañar a Su Alteza en los reinos que visite, siempre y cuando: uno, no violen ninguna ley local; dos, no agredan directamente al príncipe anfitrión; y tres, no interfieran en el tiempo privado y las actividades programadas entre la princesa y dicho anfitrión.

Elizabeth vio, por el rabillo del ojo, cómo Zerek von Vireon esbozaba una sonrisa casi invisible. La laguna legal era evidente: la regla no prohibía enfrentamientos entre los príncipes visitantes. Un detalle muy conveniente para sembrar el caos.

Quinta regla: Si durante estos tres años la princesa Elizabeth falleciera por cualquier causa, la Selección queda inmediatamente anulada. El Consejo de Aurel procederá a elegir un nuevo soberano de entre las Grandes Casas del reino.




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