Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 12 Bailes y Juramentos

A Elizabeth le sorprendía, y a la vez no, la increíble eficiencia del Palacio Rouse. En las pocas horas que transcurrieron desde la audiencia en el Salón del Trono, el Gran Salón de Baile había sido transformado en un espectáculo de magia viva.

Constelaciones enteras giraban lentamente en la cúpula de cristal encantado, imitando un cielo nocturno perfecto. Cientos de velas flotaban en el aire en armoniosas espirales, su luz danzando sobre los mármoles blancos y las imponentes columnas talladas con filigranas de oro y rubíes. De una fuente en el centro, no brotaba agua, sino un vino espumoso que caía en cascada y se evaporaba en una niebla aromática antes de tocar el suelo. Una orquesta invisible interpretaba una melodía etérea que parecía nacer de las propias paredes.

Todo era pulido, majestuoso, perfecto. Y tan artificial como la sonrisa en el rostro de cada noble que la observaba.

Porque la observaban. Todos ellos. Las Grandes Casas de Aurel estaban presentes. Cada rostro que ella recordaba de las pesadillas de sus vidas pasadas estaba allí, murmurando tras abanicos de plumas y copas de cristal. No había teléfonos ni telegramas. Pero había magia. La magia, se daba cuenta, era la red de información más rápida y peligrosa del mundo.

Estaba de pie cerca de un balcón, fingiendo admirar los jardines iluminados por esferas de luz flotante, cuando sintió un cambio en la energía de la sala. La multitud se apartó con un respeto temeroso, abriendo un camino. Por él, avanzaban dos figuras: el anciano Presidente del Consejo, Eleazar Luer, y su nieto, Sir Veldora.

Veldora, como siempre, parecía un cuervo en una bandada de pavos reales. Su uniforme de caballero, de un negro austero, contrastaba con las sedas y los brocados de los demás. Llevaba su espada al cinto con la naturalidad de quien lleva una extremidad más. Era serio, apuesto y completamente fuera de lugar.

—Su Alteza —saludó Eleazar, su sonrisa tan respetuosa como retorcida—. Una celebración digna de nuestra futura Reina.

—Presidente Luer —respondió Elizabeth, realizando una inclinación de cabeza casi imperceptible—. Sus magos son ciertamente eficientes.

—La eficiencia es el pilar de un reino estable —replicó el anciano—. Hablando de lo cual, he considerado seriamente los acontecimientos de hoy. Mi facción en el Consejo y yo hemos decidido apostar por su audaz causa.

Mi facción, pensó Elizabeth. Ya se está posicionando.

—Como voto de confianza, como una garantía de nuestra lealtad a su misión —continuó Eleazar, sus ojos brillando con una luz perversa—, deseo que mi nieto, Sir Veldora, sea su caballero guardaespaldas personal.

Elizabeth mantuvo su expresión neutral, aunque por dentro sus alarmas sonaban como campanas de guerra. El perro guardián del Consejo, entregado a ella. Una jugada de ajedrez brillante y peligrosa. —¿Caballero guardaespaldas? —repitió, su voz suave—. ¿O mi ejecutor si fracaso en la misión que ustedes mismos han aprobado?

Eleazar Luer soltó una risa. No fue un sonido alegre, sino seco y quebradizo, como hojas viejas siendo aplastadas. —Es usted mucho más directa de lo que imaginé, Alteza. Y eso me complace enormemente. Pero se equivoca. No tengo intención de traicionarla. Mi plan es mucho más... ambicioso.

Hizo un gesto hacia su nieto, que permanecía con la mirada fija al frente, una estatua de lealtad y peligro. —Entendemos que no confía en nosotros. No tiene por qué. Por eso, no le ofrecemos una promesa. Le ofrecemos una jaula. Haremos un Juramento de Sangre. Durante tres años exactos, a partir de este momento, mi nieto, Sir Veldora, le obedecerá solo a usted. No a mí, no al Consejo. A usted. Será su protector, su ejecutor, su sombra fiel. El juramento le impedirá traicionarla, sin importar la circunstancia.

Elizabeth parpadeó, procesando la información. Un guardaespaldas de ese calibre, atado por magia... la ventaja era innegable. Pero sabía que el veneno siempre venía mezclado con la miel. —¿Y por qué él? —preguntó, su mirada evaluando al silencioso caballero.

—Porque mi nieto no se queda atrás frente a ninguno de los príncipes que ha venido a cortejarla —respondió Eleazar, con un orgullo gélido—. Su fuerza, su magia... Confío en que le será útil para cumplir el objetivo que ambos compartimos.

—¿Y si tengo éxito? ¿Si al final de los tres años no queda ningún príncipe extranjero como opción?

—Entonces mi nieto se casará con usted —dijo el anciano, sin rodeos—. El Pacto de Sangre se transformará en un Voto Matrimonial que garantizará su vida por encima de la suya. La Casa Luer se unirá a la Casa Rouse, y Aurel tendrá un linaje fuerte y unificado. Una reina poderosa y un consorte leal que conoce su lugar.

La lógica era una trampa perfecta. Si ella ganaba, él ganaba. Pero... —¿Y si fracaso?

—Si al cumplirse los tres años usted sigue con vida pero aún hay príncipes en la contienda, el juramento llegará a su fin. Y tanto usted como mi nieto morirán.

—¿Él también? —la sorpresa fue genuina.

—Por supuesto —afirmó Eleazar, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. La corona de este reino vale ese riesgo. Esta es nuestra manera de demostrarle que mi familia, mi facción, está apostando todo a su causa. Estamos atando nuestro destino al suyo. Su victoria es nuestra victoria. Su fracaso... es el nuestro.

Elizabeth sopesó la oferta. Era una jugada maestra. Veldora sería su escudo y su espada, y el Consejo no se atrevería a tocarla mientras el pacto estuviera activo. Pero también era una sentencia de muerte con un reloj de tres años.

Y mientras su mente calculaba las probabilidades, algo se rompió.

No fue un sonido. Fue una visión. Un desgarro en la realidad que solo ella pudo ver. La música del salón se desvaneció, reemplazada por un rugido que no era un sonido, sino una vibración en su alma. El aire se llenó de un olor a ceniza y a tiempo roto. El cielo de la cúpula encantada se tiñó de un rojo sangriento, y en él, la luna se abrió como un ojo gigante y vigilante. Sombras con forma de caballeros demoníacos surgieron del suelo, y un dragón colosal, cubierto de una armadura de noche y llamas, descendió hacia ella, sus fauces abiertas para devorarla viva.




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