El mundo se convirtió en un torbellino de luz y sonido. Zerek guio a Elizabeth hacia el centro del Gran Salón de Baile con una confianza que no admitía réplica. Él no la arrastró; más bien, el gentío de nobles pareció apartarse instintivamente ante ellos, creando un camino hacia la pista de baile como si el mar se abriera.
Cuando Zerek colocó una mano en su cintura y tomó la de ella, Elizabeth sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el frío. Su tacto era preciso, su postura perfecta. Era como bailar con un autómata de exquisita manufactura.
Comenzaron a moverse al ritmo del vals etéreo que tocaba la orquesta invisible. Zerek era un bailarín impecable. Cada paso, cada giro, cada inclinación era ejecutado con una perfección matemática que dejaba sin aliento. La guio a través del salón con una facilidad que la hacía sentir ingrávida, como si flotara. Era mágico. Era romántico. Y era la mentira más hermosa y aterradora que jamás había experimentado.
—Declarar un torneo de combate —dijo él, su voz un murmullo suave cerca de su oído, que sin embargo cortaba el ruido del salón—. Una jugada audaz, Alteza. Inesperada. Confieso que me ha impresionado.
Elizabeth interpretó su papel a la perfección. Dejó que un rubor fingido subiera a sus mejillas. —Yo… solo pensé que sería la forma más justa.
—"Justa" —repitió él, saboreando la palabra como si fuera un concepto extraño—. La justicia es un ideal, princesa. El poder es una realidad. Y usted, esta noche, ha demostrado que entiende la diferencia. Eso es mucho más impresionante que cualquier belleza física.
Un cumplido a mi intelecto, no a mi cara, pensó ella. Inteligente. Peligroso.
Continuaron bailando, un remolino de seda azul y blanco inmaculado. Para los cientos de ojos que los observaban, eran la imagen de un cuento de hadas: el príncipe apuesto y la joven princesa compartiendo su primer baile. Pero para Elizabeth, era un interrogatorio. Cada roce de sus dedos, cada pregunta susurrada, era un intento de medirla, de encontrar sus grietas, de calibrar sus debilidades. Y ella, a su vez, le ofrecía una fachada de inocencia y admiración, una máscara cuidadosamente construida para que él solo viera lo que quería ver.
El vals llegó a su fin. Zerek terminó el baile con una reverencia perfecta. —Gracias por este honor, Su Alteza. La música es divina, pero el aire del salón está algo... viciado por la política. ¿Me permitiría acompañarla a los jardines para una conversación más tranquila?
Era otra trampa de cortesía, otra oferta que no podía rechazar. —Me encantaría, Príncipe Zerek.
Mientras él la guiaba de nuevo por el brazo hacia las terrazas, Elizabeth se sintió como una mosca caminando voluntariamente hacia la tela de una araña. Sabía que la parte más peligrosa de la noche apenas estaba comenzando.
Salieron a una de las terrazas de mármol. La música del salón se atenuó, reemplazada por el suave murmullo de una fuente cercana y el canto de insectos de cristal que brillaban en la oscuridad. El aire nocturno era fresco y olía a tierra húmeda y a las dulces y pesadas fragancias de flores que solo se abrían bajo la luz de las lunas.
Zerek la guio por un sendero de piedra blanca que serpenteaba a través de los Jardines Colgantes. Pequeñas esferas de luz encantada, como fuegos fatuos atrapados, flotaban entre los setos, iluminando el camino con una luz azulada y onírica. Era un escenario sacado de una balada, un lugar diseñado para la seducción y los secretos.
Se detuvieron junto a un estanque de lirios luminosos, cuya superficie reflejaba las constelaciones del techo del salón a lo lejos. Zerek se giró hacia ella, su rostro perfectamente iluminado por el resplandor mágico. Su sonrisa era hermosa. Hipnótica. Y perfectamente ensayada.
—Su Alteza… es usted mucho más hermosa de lo que narran las historias. Me siento inmensamente afortunado por ser el primero en compartir su compañía en una noche tan espléndida.
Ahórrate el teatro, pensó Elizabeth, aunque mantuvo su expresión de timidez. Los elogios huecos ya no le hacían nada. Quizá a la Elizabeth original, la niña solitaria, estas palabras la habrían hecho sonrojar. Pero la Elizabeth actual sabía demasiado. Había vivido cien vidas de traiciones y promesas rotas. Reconocía el veneno, incluso cuando se servía en una copa de oro.
—Gracias, Príncipe Zerek —respondió, su voz un susurro suave—. No soy digna de tales palabras… más aún cuando la realidad de su persona supera con creces toda descripción que mis asesores me dieron.
—Por favor —dijo él, su sonrisa perfecta ampliándose—. Solo llámame Zerek. No hay necesidad de formalidades entre nosotros. El futuro rey y reina deben gozar de cierta... intimidad.
—Entonces, llámame Eliza —replicó ella, aceptando la falsa cercanía. Era un movimiento en su tablero de ajedrez.
—Es un honor, Eliza.
Con un movimiento fluido, Zerek tomó su mano enguantada, se arrodilló sobre una rodilla en la hierba húmeda y la alzó hacia sus labios. Un gesto de devoción total, de entrega caballeresca. Un acto perfecto para una audiencia invisible de cortesanos que, sin duda, los observaban desde los balcones.
Estaba a punto de depositar el beso sobre la seda…
Hasta que una estruendosa carcajada rompió el hechizo.
Potente, libre, gutural y absolutamente descortés, la risa retumbó entre las flores luminosas, haciendo que los insectos de cristal dejaran de cantar.
Dren Backstell caminaba hacia ellos desde las sombras, no con sigilo, sino con el paso pesado y confiado de un lobo que no tiene depredadores. Llevaba una jarra de plata en una mano y una sonrisa tan grande como su arrogancia en el rostro.
—Por los dioses, Zerek, de verdad… —dijo, soltando otra carcajada que era un puro insulto—. Qué ridículo te ves.
Zerek se incorporó. Su movimiento no fue rápido ni sobresaltado, sino lento, fluido y lleno de una furia helada que pareció robarle el calor al aire del jardín. La máscara del príncipe encantador se había desvanecido por completo, reemplazada por la expresión del "Santo Frío". Sus ojos azules fulminaron a Dren, y por un instante, pareció olvidar que no podía simplemente ejecutar a quienes le ofendían... al menos no todavía.