Atravesar el Gran Salón de Baile era como nadar en un mar de sedas, joyas y miradas depredadoras. Cada noble, cada dama, cada general, se giraba a su paso. Los murmullos la seguían como la estela de un barco, una mezcla de miedo, desprecio y una nueva y reticente curiosidad. Elizabeth mantenía la vista baja, su máscara de princesa frágil firmemente en su lugar, con la presencia silenciosa de Sir Veldora a su espalda como un ancla en la tormenta.
Su objetivo eran las puertas que conducían a sus aposentos. No llegó ni a la mitad del camino.
Dos figuras se materializaron en su camino, bloqueándolo con una cortesía que era más efectiva que cualquier muralla. —Su Alteza, Princesa Elizabeth —saludó el Príncipe Mayron, su voz tan pulcra como su túnica blanca. Realizó una reverencia perfecta, un gesto de un intelecto superior reconociendo a un inferior.
A su lado, el Príncipe Narel, quien de alguna manera había dejado su conversación con Dren y Zerek para unirse al mago, apenas alzó una mano en un saludo perezoso. Bostezó sin taparse la boca, como si el simple acto de existir en esa fiesta fuera una tarea hercúlea.
—Príncipe Mayron, Príncipe Narel. Es un gusto saludarlos —respondió ella, inclinando la cabeza, interpretando su papel.
—El gusto es enteramente nuestro —replicó Mayron, aunque su tono sugería que dudaba de sus propias palabras—. Para facilitar la comunicación, le ruego que nos llame por nuestros nombres. Así lo hacemos entre nosotros.
—Está bien —aceptó ella—. En ese caso, por favor, llámenme Eliza.
Otro sonoro bostezo de Narel rompió la delicada diplomacia. —Eliza… —dijo, su voz monótona y arrastrada—. Veo que también intentas escapar. ¿Tan aburrida estás como yo?
Elizabeth lo miró. La información que tenía sobre Narel Vhalen era escasa. Un inmortal, un poder antiguo, pero consumido por un hastío existencial. No parecía hostil, solo… vacío. Pero su intervención entre Dren y Zerek demostraba que había algo más bajo esa fachada de indiferencia.
—No comprendo ese aburrimiento del que hablas, Narel —respondió ella, decidiendo sondearlo—. Hay tantas cosas allá afuera por descubrir, tantas maravillas por ver.
—¿Descubrir? —replicó Narel, una sonrisa casi invisible curvando sus labios—. Esa es la perspectiva de una raza que parpadea y ya ha muerto. Cuando has visto las mismas estrellas girar durante diez mil años, cuando conoces cada palabra de cada libro y cada nota de cada canción… el concepto de "sorpresa" se vuelve una fantasía. Este mundo es todo lo que hay, y ya lo hemos visto todo.
—¿Y fuera de este mundo? —preguntó Elizabeth.
La pregunta pareció pillar a ambos príncipes por sorpresa. Mayron frunció el ceño, como si la pregunta fuera lógicamente defectuosa. Narel ladeó la cabeza, una genuina chispa de curiosidad en sus ojos somnolientos.
—No existe nada "fuera" —intervino Mayron, con el tono de un maestro corrigiendo a un niño—. Es un hecho conocido por todos. Vivimos en una esfera, sellada por una barrera de magia de modificación de un poder inimaginable. Los encantamientos que controlan el día, la noche y las estaciones están anclados a la propia estructura de esa barrera. ¿Por qué eso le resulta tan perturbador, Alteza?
Elizabeth no respondió a la pregunta de Mayron. En su lugar, una sonrisa enigmática, casi triste, se dibujó en sus labios. Miró más allá de ellos, hacia un balcón de mármol que se abría a la noche. —Hablemos donde el aire sea más claro, príncipes. La verdad a veces necesita espacio para respirar.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia el balcón, sabiendo que la seguirían. Veldora se mantuvo a una distancia prudente pero constante. Una vez fuera, el sonido de la fiesta se convirtió en un murmullo lejano. La brisa nocturna era fresca, y el jardín encantado brillaba debajo de ellos. Sobre sus cabezas, la noche mostraba su perfecto y falso firmamento.
—Digamos que tiene razón, Mayron —dijo Elizabeth, su voz ahora desprovista de toda fragilidad—. Que habitamos una esfera sellada. Una jaula de oro y magia. Acepto su premisa. Pero eso solo me lleva a preguntas más profundas.
Se apoyó en la barandilla de mármol y miró hacia el cielo artificial. —Si este mundo es una esfera… ¿dónde está esa esfera? ¿Flota en la nada? ¿Qué es el Ether que la contiene? ¿Y la pregunta más importante, príncipes... —se giró para mirarlos, sus ojos rojos brillando con una intensidad que los hizo callar— ...quién, o qué, la construyó?
El silencio que siguió fue absoluto.
Mayron, el prodigio cuya mente contenía el conocimiento de miles de tomos, abrió la boca para responder, pero no salió ningún sonido. Se quedó inmóvil, su expresión de superioridad intelectual reemplazada por una de genuina perplejidad. Jamás se lo había cuestionado. Era un axioma, el punto de partida de toda la ciencia y la magia conocida. No se cuestionaba el principio.
Narel, por su parte, ya no parecía aburrido. Inclinó la cabeza, sus ojos somnolientos ahora muy abiertos, fijos en Elizabeth con una nueva y devoradora curiosidad.
—¿Cuál es la naturaleza de esa barrera? —continuó Elizabeth, presionando su ventaja—. ¿Es la única esfera que existe? ¿O somos solo un grano de arena en un desierto de creaciones similares? ¿Nunca se han preguntado si hay algo más grande que nosotros ahí fuera?
Otro silencio. Mayron, visiblemente incómodo por no tener una respuesta, se mordió el labio. La lógica de la niña era simple, infantil casi, y sin embargo, había abierto una grieta en los cimientos de su entendimiento del universo.
—Creo que Eliza tiene un punto —dijo finalmente Narel, su voz perdiendo el tono monótono y adquiriendo un matiz reflexivo—. Tal vez sea una investigación breve… un pasatiempo de unos cuantos siglos. Pero al menos sería algo distinto. Algo nuevo.
—Narel… —dijo ella, mirándolo directo a los ojos, su voz ahora afilada como una cuchilla—. Lo que ustedes, los inmortales, llaman "aburrimiento" por haberlo visto todo… para alguien como yo, con una vida finita… se llama pereza.