Elizabeth llegó finalmente al corredor que conducía a sus aposentos privados. El eco de la música y las conversaciones del banquete se desvaneció tras ella, reemplazado por un silencio denso y expectante. No estaba sola. Apoyado contra la pared junto a la puerta de su alcoba, como si hubiera estado allí desde el principio de los tiempos, la esperaba Eleazar Luer. A su lado.
El anciano sostenía un pequeño cofre de madera oscura, sin adornos, pero que parecía absorber la luz de las antorchas mágicas del pasillo.
—Su Alteza —dijo Eleazar, su voz un murmullo que resonaba con el peso de la historia.
—Presidente del Consejo —respondió Elizabeth, deteniéndose frente a el.
Se saludaron con una formalidad medida, la de dos monarcas de facciones opuestas a punto de firmar un tratado de guerra, o de paz. Era difícil saber la diferencia.
—Todo está listo —anunció Luer, abriendo el cofre. En su interior, sobre un lecho de terciopelo negro, no había anillos, sino una daga ritual de obsidiana y un pergamino enrollado, que no estaba hecho de papel, sino de algo que parecía piel pálida y curada.
—Un Pacto de Sangre debe ser sellado con sangre —explicó el anciano, su tono tan práctico como si estuviera discutiendo el clima—. Para que la magia lo reconozca, para que el juramento se grabe en el alma y no solo en la palabra.
Tomó la daga y se la ofreció a Veldora. Sin la menor vacilación, el caballero tomó el arma, se despojó del guante de su mano izquierda y se hizo un corte limpio y profundo en la palma. La sangre, de un rojo oscuro y espeso, brotó al instante.
Luego, Veldora le ofreció la daga a Elizabeth. Su corazón martilleó, pero su mano no tembló. Se quitó el guante de seda y repitió el gesto, un dolor agudo y limpio recorriendo su brazo.
—Ahora, el juramento —dijo Luer, desenrollando el pergamino. Estaba en blanco.
Instruyó a Veldora para que presionara su mano sangrante sobre la mitad superior del pergamino. Luego, guio la mano de Elizabeth para que la presionara sobre la mitad inferior. En el instante en que su sangre se unió a la de él sobre la superficie pálida, una magia antigua despertó.
La sangre brilló con una luz carmesí. Runas que no estaban allí antes comenzaron a arder sobre el pergamino, escribiéndose a sí mismas con fuego líquido, detallando las condiciones del pacto en una caligrafía arcana y terrible. Elizabeth sintió un frío antinatural recorrer sus venas, una sensación de estar siendo encadenada a un destino que no era el suyo.
Si ella muere, él muere. Si él la traiciona, él muere. Si ella fracasa en tres años, ambos mueren. Si ella gana, él será su consorte. Un escudo. Una espada. Una jaula.
Cuando la última runa terminó de arder, el pergamino se convirtió en cenizas en un instante. De las cenizas surgieron dos finos hilos de luz roja. Uno se enroscó alrededor del dedo anular de Elizabeth, solidificándose en un simple anillo de rubí. El otro hizo lo mismo en el dedo de Veldora.
—El contrato ha sido sellado —declaró Eleazar, su voz final como el golpe de un martillo de juez—. Desde este momento, y por mil noventa y cinco días, Sir Veldora Luer es vuestro fiel caballero.
Con el contrato sellado en sus almas, Sir Veldora Luer se movió. Con una fluidez marcial, se arrodilló sobre una rodilla frente a Elizabeth. Desenvainó su espada, el sonido del acero deslizándose sobre el cuero fue el único ruido en el pasillo. No la apuntó hacia ella, sino que la ofreció, con la empuñadura hacia adelante, la hoja descansando sobre sus antebrazos. La luz de las antorchas danzaba sobre el metal pulido.
—Mi espada, mi magia y mi vida están a su servicio —dijo, su voz un juramento grave y sin emoción, sus ojos plateados fijos en el suelo—. Daré mi vida por su causa, Su Alteza.
Elizabeth asintió, su rostro una máscara de calma regia. —Lo acepto. Cuento con usted, Sir Veldora.
El anciano Eleazar Luer observó la escena con una sonrisa de profunda satisfacción. Había atado a su linaje con el de la corona de una forma que nadie podría romper. —Ahora debo retirarme —anunció—. Debo preparar un cumpleaños digno de mi Reina… y un torneo digno de este reino.
Inclinó la cabeza y desapareció en silencio por el pasillo, dejando tras de sí una ligera estela de incienso mágico que se desvanecía lentamente. Los otros guardias, sintiendo la orden implícita, realizaron una reverencia y se retiraron también, dejando a Elizabeth sola con su nuevo guardián.
El silencio entre ellos era espeso como el aceite. Veldora seguía arrodillado, inmóvil como una estatua, la espada aún ofrecida.
—Ponte en pie, Sir Veldora —ordenó ella suavemente.
Él obedeció al instante, envainando su espada en un solo movimiento fluido y silencioso. Se quedó de pie, su postura perfecta, su mirada neutral.
—Ahora tú y yo somos aliados —dijo Elizabeth, intentando definir los términos de su nueva y extraña relación—. Me alegra contar contigo.
Veldora no pestañeó. Sus ojos plateados se encontraron con los de ella, y no había en ellos ni calidez ni animosidad. Solo un vacío de deber absoluto. —No se confunda, Princesa —replicó, su voz tan fría como el acero de su espada—. Soy su caballero, no su aliado. Mi deber no es acompañarla, ni ser su amigo. Mi deber es ser su escudo y su espada. Dar mi vida por usted cuando sea necesario. No me vea como un ser humano. Soy un arma a su disposición. Le ruego que lo entienda.
Elizabeth no apartó la vista. Vio en él no a un enemigo, sino a un prisionero, un hombre que se deshumanizaba a sí mismo para poder soportar el peso de un juramento que no había elegido.
—No te confundas tú, Sir Veldora —respondió ella, su voz perdiendo la suavidad y adquiriendo un filo autoritario—. No necesito una espada muda ni un escudo sin voluntad. Este palacio está lleno de ellos. Vas a ser mi aliado. Mi cómplice. O lo que yo ordene que seas.