Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 16: El guerrero y la Espada

Los días que siguieron a la audiencia transcurrieron en una febril y frustrante reclusión. Elizabeth no salió de sus aposentos más que para asistir a las lecciones teóricas con su tío en la Biblioteca Privada. No era por miedo a los príncipes, pues sabía que, de momento, era el tesoro que todos debían proteger. Su encierro tenía un objetivo mucho más ambicioso y, hasta ahora, completamente infructuoso: entrenarse.

La advertencia de la llama negra la había dejado con una urgencia aterradora. Debía contactar con sus otras vidas, proteger sus memorias, entender cómo una de ellas había logrado comunicarse con ella. Si la magia era real, debía haber una forma.

Lo intentó todo. Primero, siguió los consejos de los libros más esotéricos de la biblioteca. Se sentó durante horas en la postura de la Flor de Loto, intentando meditar hasta que se le durmieron las piernas, esperando escuchar alguna voz, sentir alguna vibración... y no consiguió nada más que calambres y una profunda irritación.

Luego, recurrió a los recuerdos de su otra vida. A las fantasías con las que había crecido. Probó el método de las "chicas mágicas". Se plantó en el centro de la habitación, extendió los brazos al cielo y gritó con toda la convicción que pudo reunir: «¡Por el poder del Trono de la Rosa, manifiéstate, rayo de justicia!».

No pasó absolutamente nada.

Probó con el método del "hechicero de anime", dibujando círculos imaginarios en el aire y cantando frases inventadas en un latín macarrónico. «Explosión de Caos Cósmico!». El único resultado fue que una doncella que pasaba por el pasillo dio un respingo y casi deja caer una bandeja de té.

—¿Es que no tengo ni una pizca de talento para la magia? —refunfuñó, dejándose caer sobre un diván.

Pero no era del todo cierto. Lo sabía. Recordaba vívidamente la sensación en la Cámara del Consejo. Recordaba la certeza de que, si se lo proponía, podría haber hecho algo más que gritar. Había una energía dentro de ella, un poder latente que sentía bullir bajo su piel, pero no tenía la llave para abrir la puerta. Su tío Vincent insistía en que debía dominar primero milenios de teoría, pero ella no tenía milenios. Tenía días.

Fue entonces, mientras miraba sus manos delgadas y pálidas, cuando lo recordó. La magia era difícil de dominar, sí. Pero la magia no era la única forma en la que podía mejorar. Si no podía entrenar el poder, al menos podía entrenar el recipiente que lo contenía.

Con una nueva determinación, llamó a una criada. —Prepárenme un atuendo de entrenamiento. Ligero, para combate o caza. Y convoquen a Sir Veldora. Infórmenle que su princesa desea aprender esgrima.

El viaje desde sus aposentos hasta el campo de entrenamiento real fue un acontecimiento en sí mismo. La noticia de la princesa pidiendo un atuendo de combate se había extendido por los pasillos del palacio con la velocidad de un hechizo de comunicación. A su paso, la servidumbre se detenía, las fregonas se quedaban quietas, los nobles que paseaban abrían los ojos con incredulidad. Los murmullos la seguían como un enjambre de insectos.

A Elizabeth no le importaban las miradas, pero sí la armadura. De "ligera" solo tenía el nombre. El cuero endurecido era rígido e incómodo, las correas se clavaban en sus hombros, y las pesadas botas de suela de hierro la hacían caminar con la gracia de un golem de piedra. A su lado, Sir Veldora se deslizaba con su acostumbrado silencio, su propia armadura de placas negras moviéndose sin un solo sonido, un contraste que solo servía para hacerla sentir aún más torpe.

Llegaron al campo de entrenamiento, y el cambio de atmósfera fue total. El aire ya no olía a incienso y cera pulida, sino a tierra húmeda, a sudor y al olor metálico del acero. Escuchaba el rítmico thud-thud de las espadas de madera golpeando los escudos, los gruñidos de esfuerzo de los caballeros y el grito ocasional de un maestro de armas. Era un mundo de fuerza bruta, un lugar al que la delicada princesa Elizabeth nunca había pertenecido.

Y entonces lo vio.

En el centro del foso de combate principal, un lugar de lodo y aserrín, estaba él. No se percató de ella al principio. Estaba concentrado, su torso desnudo brillando por el sudor bajo el sol. Con un rugido que era más animal que humano, partió por la mitad un poste de entrenamiento de roble macizo con un solo golpe de una espada de dos manos que parecía demasiado pesada para que un hombre normal la levantara.

Era Dren Backstell. Y era magnífico.

Elizabeth se detuvo, su plan de aprender esgrima olvidado por un instante. Su cuerpo era aún más robusto de lo que había imaginado, cada músculo una prueba de una vida de combate implacable. Pero lo que la sorprendió fue la ausencia de cicatrices. Para ser un guerrero de su calibre, su piel de dragón estaba casi inmaculada, excepto por una única marca, una que no era producto de una batalla. Grabada a fuego en su pectoral izquierdo, como el hierro que se usa para marcar al ganado, estaba la simple y clara figura del número 26.

¿Qué significaba? ¿El número de reinos que su padre había conquistado? ¿El de mujeres que había forzado? La idea le provocó un escalofrío de repulsión, pero no pudo apartar la vista. Había una belleza salvaje en él, una fuerza primordial que, en otras circunstancias, en otra vida, la habría fascinado.

Fue entonces cuando él se giró y la vio. Sus ojos ambarinos se abrieron con genuino asombro. Dejó caer la pesada espada al suelo con un ruido sordo y caminó hacia ella, su expresión una mezcla de incredulidad y una curiosidad casi infantil.

—Princesa Elizabeth —dijo, su voz sorprendentemente amable, desprovista de la arrogancia que había mostrado antes—. Nunca imaginé verla en un lugar como este, y menos aún... vestida para la batalla.

—Solo... —Elizabeth tartamudeó, sintiéndose repentinamente nerviosa. No había preparado una máscara para este escenario. La visión de su cuerpo sudoroso y poderoso a escasos metros había nublado su normalmente rápida mente—. Quería... preparar mi cuerpo para la peregrinación.




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