El Gran Salón de Baile era un universo en sí mismo. Cientos de nobles, ataviados con sus mejores sedas y joyas, se movían como un solo organismo bajo las constelaciones encantadas del techo. Pero esa noche, era un organismo diferente. Era un bosque de identidades ocultas, un mar de rostros cubiertos por máscaras de plumas, de filigrana, de cuero y de pesadilla. La música de la orquesta invisible era el telón de fondo para un millar de susurros, de pactos y de traiciones que se tejían en la seguridad del anonimato.
Elizabeth, con su máscara de esmeralda y plata cubriendo sus ojos, era el sol silencioso alrededor del cual giraba todo este sistema. Interpretó su papel a la perfección: la princesa joven, tímida y abrumada, que se aferraba a la seguridad de una columna de mármol, observando el torbellino con una mezcla de miedo y fascinación. Cada fibra de su ser, sin embargo, estaba en alerta máxima. Analizaba cada gesto, cada inclinación de cabeza, cada risa contenida. Era una depredadora fingiendo ser una presa.
No tardó en llegar el primer lobo.
Una figura con una elegante máscara de gato sonriente, hecha de porcelana blanca, se detuvo frente a ella. Por su túnica de hechicero y su aire de superioridad intelectual, supo de inmediato que era el Príncipe Mayron.
—Una máscara es un encantamiento fascinante, ¿no cree, Su Alteza? —dijo él, su voz suave y condescendiente—. Un hechizo de bajo nivel que altera la percepción, pero no la realidad. Muy diferente a otros intentos más… ambiciosos. —Hizo una pausa, y una sonrisa burlona se adivinó bajo su máscara—. Como, por ejemplo, intentar conjurar una "Explosión de Caos Cósmico".
Elizabeth sintió cómo un balde de agua helada le caía encima. ¿Cómo lo sabía? ¿Espías? ¿Magia de adivinación? Mantuvo la compostura, su rostro oculto una bendición. —No sé a qué se refiere, Príncipe Mayron.
—Oh, por favor —rio él—. Para conjurar una explosión de caos, primero tendríamos que definir el "caos" como concepto. ¿Hablamos de la entropía termodinámica? ¿De la conjunción de energías arcanas opuestas? ¿O simplemente de una rabieta mágica? Su "hechizo", si se le puede llamar así, carecía de la más mínima base teórica. Era el equivalente a que un niño gritara "¡Abracadabra!" y esperara que una montaña se moviera.
Comenzó una detallada y pedante explicación sobre la física de la magia y la estupidez de su intento. Elizabeth se limitó a asentir, sintiéndose atrapada en la conferencia más insufrible de su vida (o de cualquiera de sus vidas). Necesitaba que alguien la salvara de este genio socialmente inepto.
Y como si el destino tuviera un retorcido sentido del humor, su salvador llegó.
—La juventud —dijo una nueva voz, tan suave y pulcra como el cristal, cortando el monólogo de Mayron—. Siempre tan llena de un admirable fervor por la instrucción.
Ambos se giraron. Acercándose a ellos con una elegancia mecánica se encontraba el Príncipe Zerek. Llevaba una máscara que era una obra de arte de la relojería: un rostro de autómata hecho de filigrana de platino y engranajes diminutos que giraban silenciosamente. Sus ojos azules brillaban a través de las cuencas vacías con una inteligencia fría.
—Mayron —continuó Zerek, su tono afable pero con un subtexto de acero—. No es mi intención corregir a un intelecto tan vasto, pero... ¿está seguro de que la mejor forma de cortejar a una dama es demostrarle lo ignorante que es? Una lección puede ser instructiva, pero una conferencia es simplemente tediosa.
Mayron se quedó sin palabras, su rostro enrojeciendo bajo la máscara de gato. Había sido superado en el juego de la condescendencia, y por alguien a quien consideraba un simple científico sin la sofisticación de un verdadero mago.
Zerek entonces se giró hacia Elizabeth, ofreciéndole una reverencia impecable. —Princesa, ¿desea ser rescatada de esta... fascinante disertación teórica?
Elizabeth odiaba lo que estaba a punto de hacer. Odiaba la idea de deberle algo a Zerek, de caminar voluntariamente a su lado. Pero la alternativa era seguir escuchando a Mayron explicar la termodinámica del caos. La elección era fácil.
—Eso sería realmente fantástico, Príncipe Zerek —respondió, su voz llena de un alivio perfectamente actuado.
Tomó la mano enguantada que él le ofrecía y, con un gesto de una descortesía casi imperceptible, le dio la espalda a un estupefacto Mayron y se dejó guiar por Zerek.
—El ruido y la multitud pueden ser agotadores —dijo Zerek, su voz un murmullo confidente mientras la alejaba del centro del salón—. ¿Me permite sugerir un lugar más tranquilo? La Galería de los Ancestros está vacía esta noche. Podríamos apreciar el verdadero arte de su reino.
La condujo a un corredor adyacente, un pasillo silencioso y tenuemente iluminado. Veldora los seguía como una sombra, sus pasos inaudibles. Entraron en una larga galería de techos abovedados. No había ventanas. Las paredes estaban cubiertas de enormes retratos al óleo de los reyes y reinas de la Casa Rouse. Sus rostros severos, sus ojos pintados, parecían juzgarla desde las sombras, testigos silenciosos de la historia que se desarrollaba ante ellos.
Una vez que estuvieron solos, en el centro de la galería, rodeados por los fantasmas de su linaje, Zerek se giró hacia ella. —Dígame, Eliza, ¿por qué no elegir mi reino como el primero? Se ahorraría tres años de una selección innecesaria. Ambos sabemos que, lógicamente, soy la mejor elección para el futuro de Aurel.
La arrogancia era tan pura, tan clínica, que Elizabeth no pudo evitarlo. Se rio. Fue una risa genuina, libre y sin miedo, que resonó extrañamente en la galería silenciosa. Lentamente, se quitó la máscara de esmeralda, revelando sus ojos rojos que brillaban con una diversión peligrosa. Se enfrentó a la máscara de autómata de Zerek, mirándolo directamente a los ojos.
—"Señor Eficiencia" —dijo, su tono ahora desprovisto de toda fragilidad—. Permítame darle algunos datos estadísticos para que entienda su verdadera posición en esta selección. En este momento, usted se encuentra únicamente por encima del Príncipe Mayron, a quien acabo de dejar porque su conversación es insufrible. Y está muy por debajo del Príncipe Azrael, con quien ni siquiera he intercambiado una sola palabra.