Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 19: Furia y Fórmula

Mayron, el Arquitecto de la Magia, fue el primero en moverse esta vez. Su acción fue de una lógica impecable, un movimiento de apertura de un gran maestro de ajedrez. No atacó a Dren, sino al campo de batalla. Con un murmullo y un gesto elegante de su varita, trazó un glifo en el aire. El suelo de obsidiana bajo Dren se licuó, convirtiéndose en un pozo de fango negro y pegajoso diseñado para atraparlo, para anular su ventaja de movilidad.

Un hechizo brillante. Táctico. Y completamente inútil.

Dren sonrió. Y en lugar de intentar escapar del lodo, hizo lo impensable: pisó fuerte en el centro, como si afirmara su dominio sobre la propia tierra. La energía carmesí que lo envolvía estalló hacia abajo, y el fango mágico no solo se solidificó, sino que se calcinó, convirtiéndose en cristal agrietado bajo su bota.

Aprovechando el segundo de estupefacción de Mayron, Dren se lanzó.

No corrió. Se disparó. Su cuerpo se movió con la velocidad de un proyectil, cruzando los cincuenta metros que los separaban en un parpadeo. El aire se partió a su paso.

Mayron, viendo la avalancha de músculo y furia que se le venía encima, reaccionó con la fría precisión para la que había sido entrenado. La gema central de su peto, un Bloodsteel del tamaño de un puño, brilló con una luz carmesí. Un hechizo de repulsión cinética, programado para activarse ante cualquier amenaza que cruzara un perímetro de cinco metros, debería haber estallado, enviando a Dren por los aires.

Pero nada ocurrió.

La luz de la gema parpadeó y se extinguió, como una vela en una tormenta. El hechizo se disolvió antes de nacer.

En el palco real, Elizabeth contuvo el aliento. En su cristal de transmisión, vio la escena en cámara lenta: la gema fallando, el rostro de Mayron crispándose en una mueca de absoluta incredulidad, y el puño de Dren volando hacia su rostro.

Por puro reflejo, el prodigio de Velmoria torció el cuello y se desplazó. El golpe pasó silbando junto a su oreja, la onda de choque de su paso agitando su cabello. Ambos se alejaron de un salto, aterrizando en extremos opuestos de la plataforma, el silencio del coliseo roto solo por sus respiraciones.

Mayron estaba intacto, pero su rostro reflejaba algo peor que el dolor: la humillación de que su fórmula perfecta hubiera fallado.

—No te culpo —dijo Dren, su voz resonando con una diversión salvaje, relajando los hombros como si acabara de terminar un simple estiramiento—. Todos ponen esa misma cara la primera vez que descubren que su bonita magia no sirve conmigo.

En el palco real, Elizabeth se inclinó hacia su maestro, su voz un susurro incrédulo. —¿Inmunidad mágica? Tío Vincent, ¿es eso posible?

Vincent se acarició la barba, sus ojos de sabio fijos en la arena, analizando cada detalle con una intensidad que rara vez mostraba. —La inmunidad total es un mito, Alteza. Un imposible teórico —respondió, su tono el de un profesor ante un enigma fascinante—. Ningún ser puede simplemente anular la energía arcana. Pero sí puede... absorberla. O interrumpirla. Mi hipótesis es que el cuerpo del príncipe Dren, por alguna razón que desconozco, actúa como una toma de tierra para la magia. Los hechizos que lo tienen como objetivo directo se disipan antes de completarse. Una habilidad aterradora y, hasta donde yo sabía, legendaria.

Elizabeth volvió la vista al combate, su mente procesando la información. Dren no era inmune. Era un sumidero de poder. Un agujero negro para la magia.

En la arena, Dren estiró los brazos, haciendo sonar sus articulaciones como si estuviera apenas calentando. —No esperaba esa velocidad tuya… —dijo, señalando la armadura de Mayron con un gesto burlón—. ¿Una runa que ralentiza el tiempo? ¿O una que acelera tus reflejos? Supongo que da igual. Nada de eso te protegerá por siempre.

Y entonces, desapareció.

No caminó. No corrió. No se desvaneció con un hechizo. Simplemente, dejó de estar donde estaba. La única forma de seguirlo era a través de los cristales de transmisión, que apenas podían capturar un borrón carmesí que cruzaba la plataforma a una velocidad imposible.

Reapareció junto a Mayron. Y ahí comenzó el torbellino.

Fue una lluvia de golpes, una sinfonía de violencia brutal y calculada. Un puñetazo directo a la garganta, una patada giratoria a la rodilla, un codazo a las costillas. Cada golpe con la fuerza suficiente para derribar a un ogro. Cada uno ejecutado a una velocidad que debería ser físicamente inalcanzable.

Y, sin embargo, Mayron resistía.

No era él quien se movía. Era su armadura. Era una danza de muerte y tecnología. El puño de Dren se detuvo a un centímetro de su rostro, repelido por un destello azul del guante de Mayron. La patada que buscaba romper su pierna fue desviada por un pulso gravitacional de la bota. El codazo a las costillas impactó contra un escudo de energía translúcida que brotó del peto con un zumbido agudo.

Era la furia contra la fórmula. La agresividad ilimitada de Dren chocaba una y otra vez contra las defensas pre-programadas de Mayron. La plataforma de obsidiana temblaba. Cada impacto de Dren dejaba un pequeño cráter en el suelo, cada esquiva de Mayron creaba un destello de contramagia activada. Pero Elizabeth notó algo: cada vez que una de las gemas de Mayron brillaba, su luz se volvía un poco más tenue.

La armadura, por muy avanzada que fuera, tenía un límite. Y Dren lo estaba buscando con una paciencia depredadora.

Mayron, el genio, el prodigio, sintió por primera vez en su vida una emoción que casi había olvidado: la frustración. Su estrategia defensiva era impecable, pero finita. La energía de las gemas se agotaba con cada golpe repelido, con cada esquiva forzada. Estaba en una cuenta atrás, y la estamina de Dren parecía tan ilimitada como el océano.

Tenía que cambiar de táctica.

Aprovechando una fracción de segundo mientras Dren reposicionaba su ataque, la gema del cinturón de Mayron brilló con una luz blanca. Una onda de choque expansiva, no dañina pero inmensamente potente, estalló desde su cintura, obligando a Dren a retroceder varios metros para mantener el equilibrio.




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