El coliseo entero permanecía sumido en un silencio espeso, casi sagrado. Era el silencio del asombro y el terror. En los cientos de palcos flotantes, los nobles y dignatarios no murmuraban; simplemente miraban, sus rostros pálidos reflejados en los cristales de transmisión que repetían en cámara lenta la brutal y eficiente demolición del Príncipe Mayron.
En el palco real, Elizabeth observaba las repeticiones, su corazón aún martilleando contra sus costillas. Vio el puño de Dren destrozando la gema del peto. Vio la presión invisible aplastando a Mayron. Vio la calma depredadora en los ojos de Dren. No había sido una pelea. Había sido una ejecución.
Se volvió lentamente hacia sus mentores, su voz un susurro que luchaba por mantenerse firme. —Maestro Vincent… por favor, explíqueme qué acabo de ver. ¿Cómo ganó? ¿Qué es ese poder?
Vincent no respondió de inmediato. Sus ojos, normalmente llenos de una sabiduría amable, ahora contenían una gravedad que Elizabeth no le había visto antes. Se acarició la barba, su mirada yendo de la arena destrozada a la figura impasible de Sir Veldora. —Hay dos respuestas a esa pregunta, Alteza —dijo finalmente—. Una es táctica. La otra... es una hipótesis que me aterra. Creo que el joven caballero puede ofrecerle la primera explicación con mayor precisión. Él ha presenciado de cerca los efectos de una armadura mágica sobrecargada.
Veldora asintió con solemnidad y dio un paso al frente, su mirada fija en la pantalla de repetición. —La estrategia del príncipe Dren fue de una simplicidad brutal y genial, Su Alteza —explicó, su voz un barítono neutro y analítico—. La armadura de Bloodsteel del príncipe Mayron es un sistema. Y todo sistema tiene un punto de quiebre. Dren no atacó al hombre; atacó al sistema.
El cristal mostró una repetición a ultra cámara lenta del torbellino de golpes de Dren. —Los ataques incesantes no buscaban herir, sino forzar una respuesta. Cada vez que una gema se activaba, consumía energía y requería un instante para recargarse. Dren golpeó con tal rapidez y presión continua que forzó la activación sucesiva de los hechizos sin darles ese respiro. Es como obligar a un corazón a latir tan rápido que finalmente colapsa. El resultado fue la sobrecarga… y la ruptura de la gema central, el nexo de todo el sistema.
—Eso explica lo del peto —dijo Elizabeth—. ¿Pero el cinturón? ¿La curación?
—El Cinto del Fénix —aclaró Veldora, señalando la imagen congelada de la gema del cinturón de Mayron brillando justo antes de que Dren lo aplastara—. Un artefacto legendario y de un solo uso. Si su portador muere, lanza un hechizo de resurrección instantáneo. El costo mágico es tan descomunal que la gema se destruye en el acto.
Elizabeth sintió un escalofrío. —¿Dren… sabía que su golpe mataría a Mayron?
—Sin duda —afirmó Veldora sin dudar—. Su ataque fue despiadado, pero calculado. Sabía que Mayron llevaba el cinturón. Contaba con que lo reviviría. Por eso, su siguiente ataque fue al brazo, no al corazón. No buscaba matar de nuevo, buscaba incapacitar. Fue una estrategia quirúrgica ejecutada con la fuerza de un cataclismo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Elizabeth. La explicación de Veldora no la tranquilizó; la aterrorizó aún más. No era solo la brutalidad de Dren. Era el control. El cálculo. Dren no era un berserker sin juicio… era una tormenta dirigida por una mente depredadora.
Tragó saliva, sintiéndose de repente pequeña. Frágil. Una niña sentada en un trono demasiado grande, viendo un juego de titanes que apenas podía comprender. Su mirada, buscando un ancla, se posó en su caballero.
—Veldora… —dijo, su voz un poco temblorosa, las gotas de sudor frío que se formaban en su frente invisibles para los demás—. ¿Tú podrías vencer a Dren?
El caballero no respondió de inmediato. Su mirada plateada se perdió en la arena, como si analizara mil batallas que aún no se habían librado. Luego habló, su voz tan honesta y sin adornos como el acero de su espada. —No estoy seguro de haber visto más de una centésima parte de su poder real, Alteza. Lo que sí sé es que Mayron fue derrotado antes de poder usar siquiera sus mejores hechizos. Su problema no fue la falta de poder, sino la falta de experiencia en combate real. Si yo me enfrentara a Mayron, lo vencería. Pero no saldría ileso.
—¿Y contra Dren? —insistió ella.
—Conozco mi límite —respondió Veldora—. Creo que tendría un cincuenta por ciento de posibilidades. Si acierto primero… si lo obligo a luchar con seriedad… podría ganar. Pero si subestimo esa fuerza un solo instante… no viviría para arrepentirme. Asumo que Dren solo ha mostrado el uno por ciento de su verdadero poder.
La respuesta no la tranquilizó en absoluto.
Elizabeth sintió que algo dentro de ella se contraía. El mundo que la rodeaba era colosal, lleno de monstruos que sonreían mientras destruían a sus oponentes sin pestañear. Ella era una chispa débil entre gigantes. Si el poder era la moneda de este reino, entonces ella no poseía ni el cambio más miserable.
Su mirada se volvió hacia su maestro. Vincent había escuchado toda la conversación en silencio. Pero en sus ojos no había lástima… sino el peso de un recuerdo antiguo. Y entonces habló, su voz profunda y teñida de una melancolía milenaria.
—Tal vez me equivoque. Pero… durante los últimos días de la Guerra de los Mil Años, me enfrenté a alguien muy similar a él.
Elizabeth giró la cabeza, sorprendida. Incluso Veldora se tensó, su estoicismo roto por un destello de incredulidad.
—¿Qué…? —susurró Elizabeth.
—Era un guerrero que resistía mis hechizos más potentes como si fueran una simple llovizna —continuó Vincent, sus ojos viendo un campo de batalla de un tiempo olvidado—. Un ser con un cuerpo alterado por la alquimia de la guerra. Su sangre no era roja, sino plateada. Su carne era un arma… su sangre era Bloodsteel líquido.
La princesa se quedó sin palabras. Veldora, que rara vez mostraba emociones, levantó apenas una ceja. —Maestro Vincent… ¿cómo derrotó a alguien así? —preguntó el caballero, su voz mostrando un respeto que iba más allá del que se le debe a un tutor.