Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 22: Lástima y Furia

El enfrentamiento entre Zerek y Narel había terminado, pero el eco de su batalla aún vibraba en el aire. Mientras los magos de mantenimiento limpiaban la plataforma de obsidiana con torrentes de luz plateada, Elizabeth permanecía en silencio en su palco real, repasando el combate en el cristal de transmisión.

Observaba una y otra vez la forma en que Narel había desmantelado la estrategia de Zerek, no con fuerza, sino con una creatividad y un control sobre la realidad que eran francamente aterradores. En cada una de sus vidas pasadas, Zerek siempre había sido una de las mayores amenazas, un depredador de mente fría e intelecto superior. Verlo derrotado de una manera tan absoluta y casi casual por el príncipe holgazán había destrozado todas sus preconcepciones.

Narel era una incógnita. Un poder antiguo disfrazado de apatía. Y por primera vez, Elizabeth consideró una nueva estrategia. Su misión, el pacto con el Consejo, era eliminar a los príncipes. Pero las reglas solo decían que no debían quedar pretendientes en pie. No especificaban que debían morir. ¿Y si Narel, un ser que parecía valorar una nueva experiencia por encima de cualquier corona, pudiera ser persuadido? ¿Atraído a su causa?

La idea de tener un aliado con sus habilidades, alguien capaz de decantar guerras enteras si se sentía lo suficientemente motivado, era una posibilidad tan tentadora como peligrosa. La idea le pareció lógica, casi agradable.

Pero aquella cavilación se disolvió tan rápido como llegó, arrancada de su mente por la voz del Mago Portavoz, que resonó de nuevo por el coliseo. —¡Damas y caballeros! ¡Tras ese emocionante duelo, nos preparamos para el combate que definirá el tercer y cuarto puesto! ¡Un enfrentamiento entre dos de los más brillantes jóvenes de su generación! ¡El Príncipe Hechicero Mayron de Lunethra contra el Príncipe Científico Zerek von Vireon!

Elizabeth sintió una punzada de fastidio. Su mente, que volaba por los reinos de la alta estrategia, fue arrastrada de vuelta a la tierra para presenciar lo que prometía ser una masacre. Lo último que deseaba ver era a Mayron, el prodigio humillado, retorciéndose de nuevo en el suelo bajo el sádico y calculado control de Zerek. El espectáculo de su derrota contra Dren ya había sido suficiente.

Mayron… pensó con una mezcla de lástima y desdén. Hasta su nombre suena como el de alguien fácil de golpear. Ojalá tuviera la sensatez de rendirse de inmediato y ahorrarse el suplicio.

—No parece muy entusiasmada, Alteza.

La voz de Sir Veldora la sacó de sus pensamientos. —No disfruto de las torturas unilaterales, Sir Veldora —respondió con desgano—. Esto no será un combate. Será una lección de crueldad.

—Joven princesa —intervino Vincent con su tono grave y didáctico—, un gobernante no tiene el privilegio de apartar la mirada. Debe aprender a contemplar incluso las ejecuciones públicas con entereza y sin temblar. Cada evento, incluso una derrota, es una fuente de información. Observe. Aprenda.

Elizabeth tragó saliva. Era una lección, una advertencia camuflada en el deber. —Maestro, ¿de verdad cree que ese pobre chico tenga alguna esperanza?

—Mayron es el nieto de mi más formidable rival —añadió Vincent, una chispa de nostalgia en sus ojos—. Y si heredó aunque sea una pizca del talento y el orgullo de ese viejo zorro, puede que se niegue a cometer los mismos errores dos veces.

—Su Alteza —intervino nuevamente Veldora—, precisamente porque su oponente es un asesino… Mayron tiene una oportunidad.

Elizabeth frunció el ceño. —¿A qué te refieres?

—A que Zerek no puede matarlo. Las reglas lo impiden. Está limitado. Si Mayron puede forzar a Zerek a usar su verdadero poder, lo obligará a revelar sus cartas. Para un estratega como Zerek, mostrar su mano es peor que una derrota. Por lo tanto, el asesino tiene que pelear sin su arma principal: el asesinato. Y eso… podría cambiarlo todo.

Vincent giró lentamente la cabeza para observar al joven caballero que hablaba con tanta convicción. Veldora era prudente, sagaz, un soldado forjado en la estrategia más que en la espada. Pero en su fuero interno, el viejo maestro no podía evitar dudar. No veía plausible un escenario donde Zerek, el calculador, se viera forzado a mostrar sus verdaderas cartas en un combate por el tercer puesto. Aquello no sería una batalla real, sino una exhibición cuidadosamente medida. Un simulacro. Un juego de apariencias.

—¡Damas y caballeros! —la voz del narrador retumbó a través del campo con una energía forzada, buscando arrancar algo de entusiasmo a un público que ya había decidido a qué combate dedicar su atención—. ¡El penúltimo duelo del torneo está por comenzar!

Algunos voltearon la mirada con desgano hacia las pantallas flotantes. Pocos sentían interés por ver a los perdedores batirse por un insulso tercer lugar. Para la mayoría, aquello era solo una formalidad, una pausa obligatoria antes del verdadero espectáculo: la final. La conversación continuaba entre los espectadores, entre sorbos de vino y risas de desdén. Para ellos, este combate no era más que un trámite.

Pero Elizabeth no era como los demás. Ella sí observó. Y en ese instante notó algo extraño… algo que le hizo entrecerrar los ojos.

Zerek von Vireon se materializó en la arena, luciendo exactamente igual que en su duelo anterior: impasible, frío, su presencia perfectamente calculada, como si nada pudiera alterarlo.

Pero Mayron… Mayron no era el mismo chico golpeado y humillado de unas horas atrás.

No portaba su habitual y delicada varita, sino un báculo largo y nudoso de madera de ébano, tan oscuro que parecía absorber la luz. En su extremo, un cristal dorado, sin tallar y de un tamaño descomunal, pulsaba con una energía cruda y contenida. Había dejado atrás su armadura ligera de gemas defensivas, vistiendo ahora una simple túnica de hechicero de color azul oscuro. Y su rostro… su rostro irradiaba algo que jamás había mostrado antes: determinación. No miedo. No arrogancia. Determinación furiosa.




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