Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 23: Abismo y Orgullo

El combate comenzó con un acto de desprecio. —Mayron —dijo Zerek, su voz proyectando una calma condescendiente a través de la arena reparada—. Ríndete de inmediato y conserva lo que quede de tu dignidad.

—¿Rendirme…? —respondió Mayron, y su voz sonó con un temple insólito, frío como la piedra. A su alrededor, la neblina azulada de su poder comenzó a arremolinarse, y pequeños guijarros flotaron desde la plataforma de obsidiana—. ¿Y permitir que subestimen a Lunethra una vez más? No, Zerek. No esta vez.

Zerek sonrió. Era la respuesta que esperaba. Con la velocidad de un pensamiento, activó su paso temporal, desapareciendo y reapareciendo en un parpadeo justo detrás de Mayron, con la mano extendida para asestar un golpe de energía paralizante en la nuca. Un movimiento limpio. Un final eficiente.

Pero algo lo detuvo.

Su cuerpo entero se congeló a medio movimiento. No por un hechizo, sino por una fuerza antinatural. Sintió un tirón, sutil pero innegable, que lo arrastraba hacia atrás, hacia el centro de la arena. Miró sobre su hombro y entonces lo vio.

En el aire, entre él y donde Mayron había estado, había un punto. Un punto de negrura absoluta, no más grande que una canica, que no reflejaba la luz, sino que parecía devorarla. El sonido del coliseo comenzó a distorsionarse a su alrededor, siendo absorbido por ese pequeño punto de silencio.

Mayron no había lanzado un hechizo. Había comenzado a recitar una letanía en una lengua arcana, palabras guturales cargadas de una resonancia mística que hacían vibrar el aire. Zerek, con su vasto conocimiento, reconoció la estructura fonética. Era magia de gravedad, sí, pero pervertida. Torcida en algo fundamentalmente incorrecto. Esto no era una simple manipulación.

Esto era puro abismo.

En el palco real, Vincent Rousendahal se puso de pie de un salto, su rostro, normalmente sereno, una máscara de pálido horror. Su bastón golpeó el suelo de mármol con una violencia que hizo que Veldora se girara. —¡¿Qué demonios está haciendo ese mocoso…?! ¡Por los dioses, es un…!

Pero la palabra se ahogó en su garganta. La última vez que había visto algo así, la Primera Muralla de Aurel había colapsado y cientos de miles habían muerto. Aquello no era un hechizo de torneo.

Era un arma de destrucción masiva. Un Death Hole.

El caos se desató en el coliseo. Un lúgubre y penetrante aullido mágico, la alarma de contención de nivel máximo, resonó por todo el valle. Los protocolos de evacuación de emergencia se activaron y portales de un azul parpadeante se abrieron en los niveles superiores de las gradas, provocando una estampida de nobles aterrorizados que luchaban por escapar.

En cuestión de segundos, la Guardia Real llegó al palco donde se encontraba Elizabeth, con los rostros tensos y las espadas desenvainadas. —¡Princesa, debe evacuar de inmediato! —ordenó el oficial al mando.

Elizabeth no se movió. No podía. Sus ojos estaban pegados a su cristal de transmisión, que ampliaba la imagen del punto negro que amenazaba con devorar a Zerek. Al principio, no pudo creer lo que veía. Su mente, la de una chica del siglo XXI, luchaba por encontrar una analogía. Luego, el pánico la invadió como un torrente de hielo.

—No… no puede ser… —susurró, su voz temblando—. Por todo lo sagrado de este mundo y del otro… ¡Eso es un mini agujero negro!

En la arena, Zerek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Nunca en su vida había visto un Death Hole, pero conocía las historias. Era uno de los hechizos prohibidos, el tipo de magia que no debería existir en un torneo. Un conjuro tan peligroso que ni los Archimagos se atrevían a enseñarlo. Una singularidad de vacío puro, una herida en la tela del mundo.

Y ahora estaba a escasos metros de ser devorado por ella.

El campo de batalla temblaba. El suelo crujía como si estuviera a punto de colapsar. Las columnas del coliseo gimieron, y los espectadores que no huían se habían quedado paralizados de puro terror. Pero para Zerek, nada de eso existía. Solo ese punto negro. Ese vórtice. Esa muerte anunciada.

—¡Maldición! —rugió por dentro, apretando los dientes, incapaz de liberarse del tirón gravitacional que lo arrastraba hacia la condena. Cada segundo que pasaba, el poder de succión aumentaba. Su capa ondeaba violentamente hacia el agujero. Su cuerpo sentía cómo se desgarraba lentamente a nivel molecular. No había escape. No había tecnología. No había invento que pudiera desafiar ese abismo.

"Me matará. Ese maldito bastardo… me va a matar."

—Zerek, tienes dos opciones —dijo Mayron con una voz tan helada como la muerte misma, su báculo brillando con una luz dorada y antinatural—. Ríndete… o muere. Tú decides.

La amenaza no fue un alarde. Fue una sentencia.

El cuerpo entero de Zerek temblaba, no solo por la fuerza gravitacional que amenazaba con desgarrarlo, sino por la furia impotente que hervía en sus venas. Todas sus defensas, toda su tecnología, toda su fría lógica… eran inútiles. Eran juguetes de niño frente a la ira de un dios. Podía sentir cómo el espacio mismo se doblaba a su alrededor, arrastrándolo hacia una aniquilación silenciosa.

Me matará… me va a matar.

La certeza lo golpeó con la fuerza de un impacto físico. Su orgullo, su control, su supuesta superioridad… todo se hizo añicos ante el simple, absoluto hecho de su propia mortalidad.

¡ME RINDO! —gritó, su voz rasgada por una rabia y un terror que nunca antes había conocido—. ¡DETÉN ESTA MALDITA COSA AHORA!

—Por supuesto —respondió Mayron con una cortesía siniestra que fue más insultante que cualquier grito.

Levantó su báculo de ébano y lo hizo girar una vez en el aire con una elegancia lánguida. El Death Hole, esa herida en la realidad, parpadeó. Luego se contrajo sobre sí mismo, plegándose en un instante, y se desvaneció con un suave pop que fue casi inaudible, como una burbuja de jabón al romperse.




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