Pasaron varios minutos antes de que el orden pudiera restablecerse en el coliseo.
Las pantallas suspendidas dejaron de temblar. Los hechizos de estabilización fueron reactivados. Los portales de evacuación se cerraron lentamente, como heridas mágicas cicatrizando a la fuerza. La multitud, aunque permanecía en sus asientos, estaba lejos de recuperar la calma. El rugido de la tensión era más fuerte que cualquier aplauso.
Elizabeth no se movió.
Desde su palco, observaba las marcas que había dejado la singularidad sobre la arena. No quedaba nada visible, y sin embargo, el vacío seguía ahí. No en el campo… sino en la memoria colectiva de todos los presentes.
Un Death Hole.
Una fuerza imposible.
Un concepto que en su mundo, el de donde venía, pertenecía a la astronomía más lejana y teórica. Una distorsión del espacio-tiempo generada por colapsos estelares. Agujeros negros: colosos cósmicos, invisibles y eternos, que devoraban luz, materia y tiempo con indiferencia absoluta.
Y sin embargo… aquí, en este mundo donde los hechizos aún se recitaban con báculos de madera y sangre antigua, un niño lo había invocado con magia.
Elizabeth se estremeció. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían conocer semejante poder… y no saber lo que era una estrella?
¿Qué clase de civilización era esta, donde el fin del universo podía ser convocado por la ira de un adolescente?
Fue entonces cuando escuchó la voz calmada y firme de su maestro:
—Su Alteza —dijo Vincent, quien había vuelto a adoptar su expresión serena, casi filosófica—, el hechizo que acabamos de presenciar… es algo que nunca debió ser invocado.
Se giró hacia ella con gravedad.
—Es una fuerza apocalíptica. Una aberración que pone en riesgo todo lo que existe a su alrededor. Creí que había desaparecido del mundo… junto con su abuelo.
Elizabeth parpadeó. Necesitó un segundo para entender a quién se refería.
Mayron. El hechizo. Su linaje.
—Cuando llegue el momento de su peregrinación al Reino de Velmoria, —continuó Vincent— será imperativo investigar cuántos más conocen esa abominación… y si es posible, eliminarlos. A todos. Por el bien de la humanidad.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la princesa. Ya no era solo una competidora. Ya no era una princesa contemplando juegos entre príncipes. Lo que acababa de suceder había cambiado el juego por completo.
Aquello era una advertencia.
Un preludio de guerra.
Y Mayron… Mayron ya no podía ser considerado un simple rival. Ni siquiera un posible aliado. Aquel chico con rostro dulce y hechizos contenidos… era un portador de catástrofe.
—Entendido… —respondió ella, casi en un susurro.
Por dentro, se rompía una parte de su esperanza.
La esperanza de poder mantener el camino sin necesidad de sangre.
La esperanza de encontrar aliados en la Selección.
Ahora sabía que Mayron debía ser eliminado. Junto a ese poder. Aunque eso significara matar a alguien que, en otra vida, jamás había sido una amenaza.
Elizabeth volvió la vista al centro del coliseo.
La arena fue restaurada mediante magia, dejando solo el círculo ritual intacto.
Era momento del último enfrentamiento.
El combate más esperado por todos: Narel Vhalen, príncipe del Reino de Vhalmir, contra Dren, el guerrero sin magia, el huracán sin palabras.
Elizabeth los vio subir a la plataforma, uno frente al otro, como dos extremos opuestos de una misma tormenta.
—¿Ese hechizo no es motivo de descalificación? —preguntó en voz baja.
—No violó ninguna regla —respondió Vincent, sin girarse—. El hechizo jamás fue prohibido de forma explícita. Y no hubo muertes… ni daños irreversibles. Pero tenga por seguro que los líderes de su nación tendrán mucho que decirle.
"Y con razón", pensó Elizabeth.
De nuevo guardó silencio, sumida en pensamientos más oscuros que de costumbre.
Mayron no debía tener ese poder. Nadie debía tenerlo. Y sin embargo… ¿quién se lo enseñó? ¿Por qué lo conocía? ¿Qué más escondía?
Revisó su memoria.
Buscó en los fragmentos de vidas pasadas.
En ninguno de sus ciclos anteriores Mayron había sido elegido como su esposo.
En sus visitas al Reino de Lunethra, tampoco había indicios de algo importante. Ningún recuerdo claro. Ninguna conexión. Era como si esa línea temporal… fuese nueva.
¿Por qué estaba todo cambiando?
¿Qué estaba alterando las rutas proféticas del peregrinaje?
Y más aún… ¿qué papel tendría ella en contener esa amenaza si llegaba el día?
Suspiró. Ya no podía pensar en eso.
La batalla final estaba por iniciar.
Y esta vez, su corazón estaba dividido.
Por un lado, la furia ciega de Dren, que había aplastado sin piedad a su contendiente.
Por el otro, la extraña e hipnótica calma de Narel, que había hecho temblar la mente de Zerek sin siquiera pestañear.
Ambos eran arrogantes.
Ambos eran tercos.
Ambos eran poderosos.
Pero solo uno podía ganar.
Y Elizabeth, por primera vez, tenía un favorito.
—Vamos, Narel… —susurró, sin que nadie la oyera—. Sorpréndeme otra vez.
Y quizás… detén a la bestia.
—¡Damas y caballeros! —gritó el narrador con renovada euforia, esta vez sin necesidad de forzar el entusiasmo—. ¡Como ya saben, no pueden bajar la guardia! ¡Si el combate menos esperado se convirtió en un espectáculo inolvidable, este no será la excepción! ¡Prepárense para el choque entre los dos príncipes más poderosos del torneo! ¡Ellos no necesitan presentación… lo que necesitan es que la batalla comience ahora!
La ovación fue inmediata. Estrepitosa. Incontenible.
Era como si toda la tensión del coliseo, acumulada tras el conjuro prohibido de Mayron, se deshiciera en gritos, apuestas, cánticos y emoción. Como si la euforia fuera una válvula de escape colectiva. Como si con los vítores pudieran olvidar que, hacía solo unos minutos, un agujero negro casi había destruido el estadio y todo lo que amaban.