Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 25: Combate Final Parte 2. Espécimen 26

Dos hombres descendían por un pasillo estrecho

El pasillo era una cicatriz tallada en la roca viva, un túnel estrecho y sin ventanas que supuraba una humedad perpetua. El aire era un enemigo en sí mismo, espeso y viciado, saturado con un hedor ácido de carne en putrefacción y el olor metálico de la alquimia fallida. Los conjuros de purificación que flotaban en el ambiente como orbes de luz pálida apenas lograban contener la pestilencia, luchando una batalla perdida.

Los dos hombres avanzaban en un silencio roto solo por el siseo de sus respiradores y el pesado caminar de sus botas. Llevaban idénticos trajes de protección: túnicas de cuero reforzado con encantamientos antisépticos, guantes gruesos embebidos en ungüentos selladores y máscaras de metal negro con filtros de esporas encantadas que ocultaban sus rostros. Eran figuras sin identidad en un lugar sin esperanza.

Finalmente, uno de ellos se detuvo y anotó algo en una libreta con una pluma de tinta roja, su voz filtrada por la máscara, seca y despersonalizada. —Tasa de mortalidad del cien por cien en el lote Delta. Doscientos cincuenta especímenes. Ningún superviviente. Un fracaso absoluto.

—Espera… —dijo el segundo, señalando con un dedo enguantado una de las celdas a la derecha—. Mira ahí. El cristal del sensor vital parpadea. Ese es el Espécimen 26… aún se mueve.

Se acercaron a la celda. A través del cristal opaco de la puerta, manchado de mugre y vaho, se adivinaba una sombra que se estremecía débilmente. Al abrir la pesada puerta de hierro, el hedor se intensificó. Allí, en un rincón, una figura enclenque se distinguía entre harapos, encogida sobre sí misma como una larva olvidada en el fondo de una tumba.

Era un niño. No tendría más de seis años. Su piel estaba pegada al hueso, su cabello negro enmarañado por la suciedad y la sangre seca, y sus labios, cuarteados y pálidos, parecían haber olvidado cómo formar palabras, cómo pedir piedad.

—Por su estado, no pasará de esta noche —sentenció el segundo hombre con la misma emoción con la que se lee un parte meteorológico—. Veamos qué queda de él mañana para la autopsia.

—Un fracaso más… qué decepción. La fusión con Bloodsteel líquido sigue siendo inestable.

Cerraron la celda sin mirar atrás, el sonido del cerrojo un eco metálico y definitivo. Como si sellaran una caja de residuos biológicos. Como si lo que yacía ahí dentro no fuese una vida, sino una cifra fallida en un experimento fallido.

Especimen 26 no lloraba. No podía. El llanto era un lujo, una liberación de energía que su cuerpo, en guerra consigo mismo, no podía permitirse. Hacía días que se le había evaporado del alma… ¿o semanas? Tal vez meses. El tiempo era un rumor distante en aquel infierno sin cielo, un lugar donde cada segundo se medía en unidades de dolor.

Todo su cuerpo ardía como si le hubieran vertido fuego líquido en las venas. Y no era una sensación muy lejana de la verdad.

Le habían inyectado Bloodsteel. Unos hombres desconocidos, en una inexplicable obsesión, habían logrado lo imposible: cambiar el estado sólido de la piedra mágica y convertirla en un líquido metálico y ardiente que ahora fluía por su cuerpo, librando una batalla mortal contra su propia sangre. Un experimento de fusión total. Una monstruosidad.

El niño no sabía nada de eso. No sabía por qué lo torturaban. Solo sabía que cada latido era un martillazo de agonía, que cada intento de respirar era una guerra contra sus propios pulmones, y que su cuerpo, por alguna cruel ironía, se negaba a morir… aunque su alma ya se había rendido hacía mucho tiempo.

Fue entonces cuando lo vio.

O creyó verlo.

En la oscuridad más profunda de su celda, las sombras comenzaron a moverse con una voluntad propia. Se retorcieron, se unieron, se espesaron. De ellas, una cara se formó frente a él. Una máscara de humo denso, con ojos como carbones encendidos que no emitían luz, sino que la devoraban. De su cabeza surgían cuernos curvos, como los de una cabra olvidada por los dioses. Su sonrisa no era maliciosa. Era peor. Era interesada.

—¿Tienes miedo, niño? —preguntó la criatura, su voz no un sonido, sino una vibración que resonó en los huesos de Dren, como una cuerda de piano desafinada en mitad de un funeral.

El niño no respondió. No podía. Pero tampoco parpadeó.

¿Miedo? Después de las agujas, del fuego en su sangre, de la indiferencia de los hombres de la máscara… el miedo era un concepto abstracto, casi infantil. La muerte ya no lo asustaba.

Solo le parecía… impuntual.

El demonio ladeó la cabeza, una expresión de genuina curiosidad en su rostro de humo. —Me agradas, chico —ronroneó, su voz ahora con el tono de un mercader que ha encontrado una joya inesperada—. Eres fuerte. Tu caparazón es fuerte. Tu voluntad de no quebrarte… deliciosa. Haz un pacto conmigo… y te daré un poder que ningún humano debería poseer.

El niño lo miró. Sufría un tormento que destrozaría la mente de un hombre adulto, pero en sus ojos no había lágrimas. No había esperanza. No había miedo.

Solo había un vacío. Y en el centro de ese vacío, una decisión.

Parpadeó.

Una vez.

Aceptando.

Una risa.
Una risa macabra.
Como el eco de una campana quebrada resonando en la médula del alma. No se oyó en el coliseo. No fue física. Fue un rugido que brotó desde el centro de la conciencia de Dren, atravesando capas de realidad y sacudiendo su mente atrapada dentro del Mundo Espejo de Narel.

Dren gruñó por dentro, resistiendo la sensación de vértigo. Reconocía esa risa.
La conocía muy bien.

—Ahora no… —pensó con rabia, apretando los dientes mientras todo giraba a su alrededor—. ¿No ves que estoy ocupado?

La voz respondió, como una sombra burlona desde el fondo de su mente:

Ocupado, sí… también derrotado.

—Entonces, dame una mano, ¿quieres?

Por supuesto que quiero… —la voz del demonio se volvió melosa, casi cariñosa, pero con un filo de amenaza latente—. Mi avatar no puede ser humillado así. No sin intervención. Sin embargo… —la voz se detuvo un segundo, como saboreando la siguiente frase— tu cerebro sigue siendo físico. Mientras eso sea así, siempre será vulnerable a sus ilusiones.




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