Elizabeth Rouse y el Pacto de los Seis Tronos

Capítulo 27 Final libro 1

Habían pasado solo un par de días desde el combate final de la Selección Real.

El coliseo estaba en silencio. Las gradas que antes vibraban con gritos y magia ahora reposaban vacías. La historia ya había sido escrita, pero sus consecuencias apenas comenzaban a desplegarse.

Dren se encontraba en una cámara de estabilización arcana, una habitación protegida por runas y atendida por sanadores de élite. Su cuerpo, aún marcado por la batalla, yacía conectado a un complejo sistema que inyectaba Bloodsteel purificada directamente a sus venas, manteniéndolo con vida y recuperándose poco a poco.

Cuando por fin abrió los ojos, lo primero que vio fue el rostro de Narel… profundamente dormido sobre su abdomen, roncando sin vergüenza alguna.

—¿¡Tú qué demonios estás haciendo!? —gruñó Dren, tomándolo del cabello y levantándole la cabeza con brusquedad.

Narel lo miró con ojos entrecerrados, somnolientos, y sonrió con toda la baba de su siesta aún en la comisura de los labios.

—Lo siento… me quedé dormido —masculló con naturalidad.

—¿Qué haces aquí? —insistió Dren, aún irritado.

Narel se incorporó lentamente en la silla, estirando los brazos como si acabara de salir de una siesta en su habitación, no de una unidad médica de alto riesgo.

—Vine a disculparme contigo.

Dren frunció el ceño.

—¿Disculparte de qué, exactamente? ¿Acaso tú ganaste el torneo?

—Oh, no —respondió Narel—. Fue un empate. Técnicamente. Trágicamente. Estúpidamente.

—Entonces no entiendo. Si es por dejarme hecho polvo… eso es normal en un combate.

—No. Me refiero a haber entrado a tu mente.

Dren guardó silencio. Sus ojos se endurecieron, pero no habló.

—El Polvo de Morfeo —continuó Narel— es una sustancia extremadamente regulada en mi reino. Permite vincular mentes y compartir recuerdos. Su uso requiere aprobación de los tres consejeros del Reino Estelar… pero, dadas las circunstancias, tuve que usarlo sin autorización.

—¿Quieres decir que viste… mis recuerdos?

—Sí —admitió sin rodeos—. Incluso ese incidente con el caballo, cuando intentabas aprender a blandir tu espada y… se te resbaló, cayéndole justo en la cabeza. Y después dijiste que había sido un ataque sorpresa de magos ilusorios.

Dren se sonrojó con una mezcla de furia y vergüenza.

—¿Te estás disculpando por hurgar en mi mente sin permiso?

Narel negó suavemente.

—No exactamente. Me disculpo por algo más grave. Por haber permitido que existieran condiciones para que vivieras eso.

Dren lo miró, confundido.

—¿De qué hablas?

—Mi reino es… un paraíso. Arrogante. Un mundo que cree haber alcanzado la perfección. Mientras nosotros flotamos en sueños y armonía, allá afuera hay lugares donde niños como tú fueron convertidos en armas. Donde se cometen atrocidades todos los días y nadie dice nada… porque nuestros ojos están cerrados. Pero no más. No desde que vi lo que tú viviste. No desde que entendí lo que te hicieron.

Narel se puso de pie y le extendió la mano con una expresión seria.

—Mi reino ya no hará la vista gorda. Lo que tú viviste no debería repetirse. Hagamos algo. Tú y yo. No solo por nuestros reinos, sino por todos. Vamos a cambiar esto.

Dren observó la mano tendida. Su mirada era difícil de leer.

—Eso no es tu responsabilidad —dijo en voz baja.

—Nobleza obliga —respondió Narel con firmeza—. Y si eso significa aliarme con el tipo más iracundo, testarudo y fuerte que he conocido… lo haré.

Dren no respondió de inmediato. Miró al techo, reflexionando.

—Aún tengo muchas cosas que pensar. Ya no tengo al demonio susurrándome destrucción al oído, pero eso no me convierte en un justiciero idealista como tú. Mi deseo de venganza sigue intacto.

—Está bien —respondió Narel—. Aunque tu camino sea distinto, nuestra meta es la misma: acabar con quien esté detrás de esos experimentos.

Hubo un silencio.

Y entonces, Dren tomó su mano.

Un apretón firme. Sincero.

La alianza estaba sellada.

—A todo esto —añadió Narel mientras se daba media vuelta, somnoliento otra vez—, ¿cuándo te dieron una cama tan incómoda? Mi cuello está hecho pedazos.

—¡Tú te dormiste encima de mí, idiota! —replicó Dren, molesto.

—Ah, sí… mi error.

Y salió caminando por el pasillo como si nada.

Dren lo vio marcharse, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió. No porque todo estuviera bien… sino porque, quizás, no todo estaba perdido.

El día había llegado.

La decisión sobre qué reino sería el primero en ser visitado durante la peregrinación debía tomarse ya. El empate del torneo había dejado esa definición en suspenso, y ahora, con los dos finalistas finalmente recuperados —al menos físicamente—, la princesa debía resolver el asunto sin más demora.

Elizabeth caminaba por los pasillos del Palacio Celeste con paso firme, pero su mente aún divagaba.

Pensaba en ellos.

Dren y Narel.

Dos fuerzas opuestas. Dos extremos de una misma tormenta. ¿Cómo era posible que quienes apenas días atrás estuvieron a punto de matarse, ahora se encontraran... conversando?

Abrió la puerta del salón privado donde se realizaría la reunión y se detuvo por un instante.

Allí estaban.

Dren recostado en una silla como si estuviera en su casa. Narel, con una pierna cruzada sobre la otra, balanceando una copa de té con descuido profesional. Y ambos… sonreían. Hablaban. Incluso se reían.

¿Había entrado al lugar correcto?

—Su Alteza —dijeron al unísono al verla, poniéndose de pie con sorprendente sincronía.

—Príncipes Dren y Narel —dijo ella, manteniendo su compostura pese al asombro—. Lamento haberlos hecho esperar.

—No hay ningún problema —respondió Narel con su característico tono de calma—. Dren me estaba contando cuál es, según él, la mejor excusa para encubrir la muerte accidental de un caballo.

—¡¿Qué carajos estás diciendo, maldito anciano de cabello blanco?! —estalló Dren, rojo de indignación.




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