No sé su nombre todavía.
Pero la sigo viendo. Y no sé por qué me molesta.
La cosa con ella es que siempre aparece cuando no la estoy buscando.
Hoy, por ejemplo, estaba en la biblioteca, haciendo el intento de terminar un ensayo que llevaba
aplazando desde hacía una semana. Iba en la tercera línea cuando escuché una risa.
No cualquier risa.
La de ella.
Levanté la cabeza por inercia. Estaba en la mesa del fondo, con otros tres estudiantes. Uno era de
mi curso. Camilo, el idiota que se cree chistoso solo porque tiene el cabello de colores y habla
duro. El otro, un man de grado once que alguna vez jugó fútbol conmigo. Y ella.
Riendo como si fuera parte del grupo de toda la vida.
Como si no tuviera ningún problema en encajar con cualquiera.
Ese día no tenía las gafas, tenía una especie de trenza pequeña a un lado de su cabello que estaba
suelto y sus ojos se veían más grandes y luminosos que nunca.
Y ahí estaba yo, observando como un imbécil desde la distancia.
Fruncí el ceño.
Volví la mirada al ensayo.
Tres segundos después volví a mirar.
Ella estaba hablando. Se movía mucho al hablar, como si cada palabra necesitara salir con todo el
cuerpo. Usaba las manos, los hombros, las cejas. Todo. Era una caricatura viviente.
Y no sé...
Era molesto.
En serio.
¿Por qué tiene que caerle bien a todos?
¿Por qué habla tan fácil con gente que apenas conoce?
Yo no soy así.
A mí la gente me habla cuando me necesita (y eso que decir eso es arriesgado porque usualmente
soy un desastre en todo). O cuando quieren que les preste el cargador. O cuando el profesor me
pone con ellos en un trabajo en grupo.
Y ya.
Así debe ser.
No entendía por qué ella parecía funcionar en otro idioma. Uno donde todo era más fácil.
Suspiré. Cerré el cuaderno. No iba a escribir nada más. Me paré y pasé junto a su mesa. No me
miró. Ni una sola vez.
Eso también me molestó.
La tarde pasó lento. La clase de historia fue un bostezo colectivo y me salvó el hecho de que el
profesor olvidó revisar la tarea. Cuando sonó el timbre, salí primero del salón.
Y la volví a ver.
Estaba en el corredor, hablando con el coordinador de psicología. Algo sobre una actividad que
estaba organizando.
-...porque como en décimo nos están pidiendo horas sociales, pensé que podríamos coordinarlo
todos juntos, los tres decimos, profe. Así se hace más bonito y no tan pesado para todos.
Me detuve.
¿Décimo?
¿DÉCIMO?
¿Desde cuándo?
Yo juraba que era de octavo o noveno. Pero décimo...
¿Ella está en mi grado?
No. No podía ser. Tenía esa cara de niña de trece años que cree en unicornios. Esa forma de hablar
como si todos fueran sus amigos. Esa energía fastidiosa de quien todavía cree que la vida escolar
tiene magia.
Pero ahí estaba. Diciéndoselo al profe con total naturalidad. Como si fuera lo más obvio del
mundo.
Claro. Décimo. Por eso habla con gente que conozco. Por eso se pasea como si conociera cada
rincón del colegio.
Me quedé mirándola unos segundos más.
Se giró y caminó hacia mí.
Yo me hice a un lado.
Y otra vez...
Otra vez me sonrió.
-¡Hola! -dijo.
Como si de verdad me reconociera.
-Hola -respondí, bajando la voz sin saber por qué.
Pasó de largo. Y yo me quedé ahí, como si me hubieran cacheteado con una pluma.
Más tarde, ya en casa, me acosté boca abajo en la cama, con los audífonos puestos y el celular
vibrando con mensajes que no respondí.
No paraba de pensar en lo mismo.
Décimo.
O sea, mi grado.
Solo que en otro grupo.
Y yo sin enterarme.
Revisé en la plataforma del colegio. Me sentí un poco acosador, no lo voy a negar. Pero necesitaba
confirmar algo. Fui al listado de décimo B. Deslicé hasta la L. Luego hasta la M. Hasta que vi su
nombre.
Isabela Torres.
Así se llama.
Isabela.
¿Cómo lo supe? Porque cada nombre contaba con la foto del estudiante. Y ella estaba ahí.
Sonriendo. Cómo si él sol estuviera frente a ella haciendo una mueca graciosa.
Ush.
Isabela.
Suena... no sé. Demasiado dulce. Como esos nombres que uno usaría para un personaje que
dibuja en una libreta con corazones alrededor.
Le queda.
Lamentablemente.
Ahora que lo sabía, no podía des-saberlo.
Isabela.
Isabela.
Isabela.
Empecé a verla en más partes. Como si saber su nombre activara un hechizo.
En la cafetería. En el auditorio. En el segundo piso con una amiga. En la entrada hablando con un
profesor. Con dos niñas de once que la abrazaban como si fueran hermanas. Con un amigo mío.
¡Un amigo MÍO!
Y siempre sonriendo.
Siempre con esa cara de "me importas aunque no te conozca".
Cada vez que la veía hablando con alguien nuevo, sentía una punzada rara.
No era celos.
Obvio no.
No me gusta. Apenas la estoy conociendo.
Ni siquiera he hablado más de cinco palabras con ella.
Y sin embargo...
NO, NADA.
SIN EMBARGO NADA.
Al día siguiente, llegué temprano. No por ella, que quede claro. Simplemente se me fue el
transporte y tocó venirme con mi hermano.
Y ella estaba ahí.
Sola.
Sentada en una banca, tomando jugo con un pitillo y dibujando en una hoja reciclada.
Me acerqué sin pensarlo. Como si mis pies fueran más tontos que yo.
-¿Siempre madrugas tanto? -pregunté.
Levantó la vista, y esta vez me sonrió con sorpresa.
-¡Ah! Hola. No, casi nunca. Solo que tuve que venir con mi hermana pequeña para hablar sobre sus
notas... Primero le ha dado duro-al decir lo último se rió un poco -¿Y tú?
-Lo mismo.
Silencio.
Cómodo para ella. Incómodo para mí.
-¿Qué dibujas? -dije, por decir algo.
-Un gato astronauta. -Se rió. Yo no.
Le mostró la hoja.
Era un gato con casco de astronauta y una banderita en la luna que decía "No molestar, estoy en
Marte".
Estúpido.
Ridículo.
...Me dio risa.
-Está chévere -dije, apenas audible.
-¡Gracias! ¿Tú eres...?
-Ian -Ya era hora de decirlo.
-Mucho gusto, Ian. Yo soy Isabela, pero me dicen Isa.
Sonreí apenas.
Un gesto tan leve que ni yo noté si era real.
-Ya sé quién eres.
Y por primera vez, ella pareció sorprendida.
-¿Ah sí? ¿Y qué sabes?