Ella: a través de mis ojos

LO QUE NADIE VE

Todos la veían sonreír.

Pero yo...

Yo aprendí a ver más allá del brillo.

Fue un jueves.
Uno de esos días que no prometía nada distinto.
La rutina era idéntica, los profesores igual de monótonos, los pasillos igual de llenos.
Y sin embargo, bastó un solo gesto para que todo cambiara.
O mejor dicho... para que yo notara que algo ya estaba cambiando.

La vi llegar como siempre: mochila cruzada, paso ligero, saludando con esa sonrisa chiquita y contagiosa que dejaba a medio mundo mirándola.
Pero algo no encajaba.

Yo la miraba distinto.
Yo ya no me quedaba con la versión que mostraba.
Y ese día... algo no estaba bien.

Primero fue la risa.

Isa siempre reía con todo el cuerpo: ojos, mejillas, hombros, hasta las manos.
Pero esa mañana, su risa era medida. Casi mecánica.
Como si alguien le hubiera dicho: ríe para que no pregunten.
Y funcionaba.
Nadie preguntó.

Ni los chicos que le hablaban en el descanso,
ni las niñas que le pedían favores,
ni el profesor que le pidió leer en voz alta como siempre.

Todos la vieron bien.
Todos le creyeron.

Menos yo.

La segunda señal vino en artes.

Ella amaba ese taller.
Dibujaba cosas que no eran técnicamente perfectas, pero tenían alma.
Ese día, no terminó su boceto.
Se quedó con la hoja casi en blanco.
Sosteniendo el lápiz sin trazar casi nada.

Yo la miré desde el fondo.
Ella no notó que yo estaba allí.

Pero la forma en que apoyó la cabeza en su mano...
La forma en que miraba hacia abajo sin ver el papel...
Eso no era Isa.

O al menos, no la Isa que todos veían.

Al medio día, en cambio de clase, se armó la bulla de siempre en los corredores afuera de los salones.
Chistes.
Bromas.
Una que otra pelea de plastilina (sí, aún en décimo. Ridículos, pero reales).

Isa se reía.
Contestaba.
Lanzaba respuestas rápidas como si nada.

Pero cuando se giró hacia Clara, cuando creyó que nadie más miraba...
Ahí fue.

Ese segundo.

Esa pausa.

Esa mirada hacia el vacío que solo alguien roto por dentro entiende.

Clara, como buena mejor amiga, no necesitó palabras.

Se levantó y la abrazó.
De frente.
Así, sin más.

Un abrazo sencillo.
No prolongado.
No dramático.

Para cualquiera, habría sido un gesto más entre amigas.
De esos que se ven todos los días.

Pero yo no.

Yo vi el gesto de Isa antes del abrazo:
Cómo respiró hondo como quien se rompe en silencio.

Cómo cerró los ojos un segundo más de lo normal.

Cómo apretó la mandíbula sin querer.

Yo vi.

Yo supe.

Y por primera vez, me sentí impotente.
Porque no podía consolarla sin romper la promesa de ser invisible.

Porque me dolía lo que ella no decía.

Ese día estuve a punto de escribirle algo.
De dejarle otra nota.
Una flor. Una palabra. Lo que fuera.

Pero no lo hice.

Sentí que cualquier cosa sería insuficiente.

Ese tipo de tristeza no se arregla con frases bonitas.
Ni con papel de colores.

Esa tristeza... se carga.
Se acompaña.

Y yo no podía acompañarla.
No como yo.

Pensé en hablarle.
Directo.
Por fin.

Pero el miedo me paralizó.
No a que se enojara.
No a que me rechazara.

Sino a no saber qué decir si me miraba con esos ojos... tristes.

Al final de la jornada, vi cómo Isa salía del salón sin despedirse.

Ni una palabra a sus amigas.
Ni una sonrisa al profesor.

Pasó frente a mí en el pasillo sin verme.
Pero yo la vi.

Y juro que si me hubiera detenido medio segundo...
le habría dicho algo.
Lo que fuera.

Pero no se detuvo.

Esa noche, en mi cuarto, saqué la caja donde había guardado todas sus respuestas.
Las cartas que había recogido con cuidado.
Los papeles donde había escrito cosas sin saber que me hablaba a mí (porque si, en algunas actividades anteriores había que responder simples preguntas y rotar los papelitos. Yo siempre buscaba los de ella)

Releí la de la actividad aquella: la que hablaba de ver la vida con esperanza aunque doliera.
De su lema de niña: "Sacar una sonrisa puede alegrarle el día a alguien. Y alegrarle el día a alguien puede cambiar el mundo poquito a poquito."

Y pensé:
¿Quién le saca una sonrisa a Isa cuando ella no puede?

Dormí con eso en la cabeza.

La imagen de ella, rodeada de todos y aún así...
tan sola.

La imagen de sus ojos vacíos mientras fingía estar bien.

Y el peso de una pregunta que no podía soltar:

¿Qué estoy esperando para decirle que estoy aquí?




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