Hay cosas que uno no quiere sentir.
Porque sabe que, si lo hace... ya no hay vuelta atrás.
Nunca pensé que esto me pasaría.
De verdad.
Pensé que podía controlar lo que sentía.
O al menos disimularlo.
Pero con ella no hay forma.
Isa es como una grieta en una presa perfecta.
Empieza pequeña.
Invisible.
Controlable.
Y un día, sin avisar... ya todo se está desbordando.
No sé cuándo empezó.
Tal vez fue con la carta.
O con la forma en que me miró esa vez, confundida, como si quisiera que yo fuera el del detalle.
O tal vez desde que me di cuenta que podía leerla sin que hablara.
No lo sé.
Lo único que sé...
es que ya me empieza a importar.
Y eso me molesta.
Me molesta mucho.
Porque no quiero que me importe.
Hoy la vi en el pasillo hablando con uno de los idiotas que fingen estar interesados en "cómo le fue en artes" solo para tener excusa de hablarle.
Ella les sonríe.
Les responde.
Hasta les ayuda a veces.
Y yo tengo que tragarme las ganas de ir y decirles que la dejen en paz.
Pero no lo hago.
Porque no tengo derecho.
Porque ella no es mía.
Y aún así... me quema verla siendo tan fácil con todos.
Tan accesible.
Tan dulce.
Tan... ella.
Y lo peor es que a veces se me olvida que no lo hace por algo especial.
Que ella es así con todos.
Que no me está tratando diferente.
Hoy lo comprobé.
Estaba en la biblioteca.
Tenía que resolver un ejercicio de matemáticas para la siguiente hora.
No entendía un carajo.
Las variables parecían pelear entre sí y las ecuaciones me daban ganas de estrellar el cuaderno contra la mesa.
Estaba en eso, mascullando insultos en silencio, cuando escuché su voz.
-¿Quieres ayuda?
Levanté la mirada.
Ahí estaba ella.
Con esa sonrisa suave.
Con ese cabello algo despeinado por el viento.
Con ese brillo en los ojos que, sinceramente, ya no puedo ignorar.
-¿Tú? -pregunté, como si no supiera su nombre. Como si no la pensara todas las noches desde hace semanas.
Ella se encogió de hombros.
-No soy la mejor en esto, pero puedo intentarlo.
Se sentó sin esperar respuesta.
Abrió su cuaderno.
Se acomodó como si no fuera gran cosa.
Como si no acabara de dejarme sin aire.
Me mostró el paso que estaba haciendo mal.
Me explicó lento.
Me preguntó si entendía.
Yo apenas podía mirarla sin parecer idiota.
No porque me hablara,
sino porque lo hacía con tanta naturalidad que dolía.
Como si no tuviera idea del efecto que causaba.
Como si fuera normal tratar así a cualquiera.
Y esa era la parte que más me jodía.
Porque quería creer que había algo diferente.
Algo especial.
Que esa sonrisa era distinta conmigo.
Pero no.
Así es ella.
Así ha sido siempre.
Y sin embargo...
me gustó.
Me gustó que se acercara.
Me gustó que me hablara.
Me gustó... que me viera.
Cuando terminó de explicarme, cerró su cuaderno y dijo:
-Creo que ya está. ¿Lo ves más claro?
Asentí.
Mentí.
No entendí nada.
No porque no supiera,
sino porque estaba demasiado distraído contando los lunares de su mejilla izquierda. Viendo como sus ojos son azules y con la luz se ponían ligeramente verdes. Viendo como su nariz era redonda especialmente en la punta. Y como sus labios tenían el arco de cupido bien definido, como si el mismo cupido la hubiera besado.
Y me dió rabia.
-Gracias -dije, y eso fue todo lo que salió.
Ella sonrió como si no fuera nada.
Como si no acabara de iluminarme la semana.
Y se fue.
Así, sin más.
Me quedé con la mirada en el espacio donde ella había estado.
Y pensé:
¿Cuándo me jodí tanto?
¿Cuándo pasó de ser una niña de décimo con aires de ángel, a ser la razón por la que no quiero faltar a clases?
Ya no puedo negarlo.
Ya no puedo fingir que es curiosidad.
Me gusta.
UN POQUITO.
Y ese poquito... me está destruyendo.