Una cosa es tenerla en la cabeza.
Otra, muy diferente…
es verla entrar a una fiesta como si no tuviera idea del efecto que causa.
No sé qué esperaba.
Una fiesta cualquiera.
Gente gritando.
Luces locas.
Música que vibra hasta en los huesos.
Y ella, quizás, con el mismo moño alto de siempre y esa sonrisa lista para iluminar cualquier cuarto.
Pero no.
Hoy fue distinto.
Hoy Isa no parecía Isa.
Entró unos quince minutos después que yo.
La música estaba fuerte, y ya algunos bailaban, otros hablaban cerca de la cocina improvisada de la casa del tipo este que siempre presta su finca para todo.
Y de repente… silencio en mi cabeza.
Porque la vi.
Y tuve que parpadear dos veces para creerlo.
Llevaba un vestido negro, de esos que no son vulgares pero tampoco inocentes.
Pegado al cuerpo.
Hasta la mitad del muslo.
Las ondas en su pelo caían con una perfección desordenada que parecía sacada de una serie.
Tacones.
Labial rojo.
Pestañas marcadas.
Y yo no estaba listo.
Porque sí, la Isa que conocía era linda.
Demasiado.
Pero esta Isa… esta versión de ella…
No sé cómo decirlo.
Me desarmó.
Lo peor es que ella no cambió nada más.
Seguía siendo ella.
Saludando con dulzura.
Abrazando a todos.
Preguntando si ya comieron o si tienen calor.
Sonriendo como si el mundo no pudiera hacerle daño.
Y ahí estaba yo.
Con el vaso a medio tomar y el corazón…
hecho un caos.
Un tipo que no conocía bien se acercó a ella.
Le ofreció un trago.
Ella lo recibió sin sospechar nada.
Y eso me hizo fruncir el ceño.
No por celos.
Bueno, sí. Pero no solo eso.
Ella confiaba.
Confiaba tanto en todos que me daban ganas de gritarle que dejara de hacerlo.
Pasó un rato.
La música cambió a reguetón lento.
Isa bailaba con Clara y otras niñas de su curso.
Yo intentaba no mirarla.
O al menos no parecer un idiota mientras lo hacía.
Pero entonces algo cambió.
Vi su expresión.
Una mínima variación.
Casi imperceptible.
Se tambaleó un poco.
Llevó la mano a su sien.
Sonrió, pero no como siempre.
Esa sonrisa era falsa.
La seguí con la mirada.
Se acercó a la cocina.
Dejó su vaso.
Se apoyó contra la pared.
Volteó a ver a todos como si buscara a alguien.
Como si quisiera pedir ayuda… pero sin hacerlo.
Y entonces entendí.
Algo le habían puesto en la bebida.
No pensé.
No dudé.
No me importó si alguien miraba.
La vi caminar hacia la puerta, lentamente, con la excusa de “salir a tomar aire”.
Y vi a un idiota detrás de ella.
Uno de esos que no te caen bien por instinto.
Yo no iba a permitirlo.
—Isa —llamé.
Ella se detuvo.
Volteó.
Sus ojos estaban vidriosos.
Su expresión… perdida.
—¿Estás bien?
—Solo… quiero irme —susurró, intentando mantenerse de pie sin parecer vulnerable.
Y entonces el tipo detrás habló:
—Yo la acompaño, está bien.
Ni de chiste.
—No —dije, tajante. Mi voz fue dura, más de lo que pensaba.
Lo miré.
Y él entendió.
—Todo bien, hermano. Solo ofrecía ayuda —dijo, levantando las manos, como si eso lo salvara de lo que me imaginé hacerle.
Se fue.
Isa me miró.
—¿Estás enojado?
Negué.
—No contigo.
Me acerqué.
—Déjame ayudarte.
Ella dudó un segundo.
Lo vi en sus ojos.
Pero luego, bajó la guardia.
—Gracias —susurró.
La llevé a sentarse en el borde de la piscina, donde no había nadie.
El aire era fresco.
Y el silencio… un alivio.
Ella respiró hondo.
Se abrazó a sí misma.
—No quería preocupar a nadie. Solo me sentí un poco… rara.
—Alguien te puso algo en el trago —le dije. No era una suposición. Era una certeza.
Ella bajó la mirada.
—No me di cuenta. Fui una idiota.
—No. No lo fuiste.
Guardé silencio.
Luego, solté algo que ni sabía que estaba guardando.
—Tú no deberías tener que cuidarte de todo el mundo. No debería darte miedo confiar.
Ella me miró.
Y por primera vez esa noche… vi a la Isa de siempre.
Con el corazón noble.
Pero herido.
Sensible.
Pero fuerte.
Esa noche entendí algo:
No solo me gusta Isa.
Me importa.
Me importa más de lo que me atrevo a decir.
Y no voy a dejar que nada ni nadie le quite esa luz.
No mientras yo esté cerca.