Desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron ese día en clase, algo cambió. No era nada visible. Nadie habría notado un gesto, una palabra, nada. Pero ahí estaba. Ese vínculo invisible. Lo sentía todo el tiempo, y peor aún, no podía quitármelo de la cabeza.
Isa seguía actuando normal. Ella saludaba a todos, se reía, hablaba con mis conocidos como si nada. A veces pasaba cerca de mí y me saludaba con esa vocecita tranquila, suave. Como si no tuviéramos una guerra silenciosa. Como si yo no estuviera batallando por dentro.
Y yo… ni idea de qué cara ponía. Probablemente la misma de siempre: entre indiferente y molesto, como si ella no significara nada.
Mentira.
Mentira mal disimulada.
Fue en la biblioteca. Otra vez.
Yo iba a dejar un libro. Pasé por el pasillo de literatura contemporánea solo porque sí (ni siquiera leo esas cosas) y las vi ahí en el pasillo siguiente de literatura juvenil: Isa, Clara y otra niña más. Charlaban bajito, entre risas. Al principio no entendí nada, pero entonces escuché algo.
Isa bajó la voz, pero yo lo escuché claro, como si las paredes se hubieran hecho de cristal.
—Es que… no sé. A veces creo que Ian me odia, y otras veces parece que quiere acercarse. Pero no sé qué quiere de mí. Me confunde.
Clara respondió algo que no alcancé a oír porque, sinceramente, ya estaba paralizado.
Isa continuó.
Más bajito. Más suave.
—Y me da miedo. No él… o bueno, no como persona. Es más que todo ese no saber. Esa duda. No sé si acercarme, si alejarme. Me da miedo confiar.
Y se me apretó el pecho.
Me fui. Ni siquiera dejé el libro. Me largué de ahí con las manos sudando y la mente hecha polvo.
¿Miedo?
¿Le daba miedo?
Nunca fue mi intención que pensara así. Sí, era arrogante. Sí, me defendía con sarcasmos y comentarios tontos. Pero nunca, nunca quise que sintiera temor.
Y al mismo tiempo… algo dentro de mí se quebró.
Porque… sí.
La había confundido.
La había confundido mucho.
Esa noche no dormí. Me quedé viendo el techo, con su voz dando vueltas en mi cabeza. Me imaginé su cara cuando lo dijo. Esa mezcla de ternura e incertidumbre que tiene cuando no entiende algo. Esa manera suya de mirar con los ojos abiertos como si el mundo todavía pudiera cambiar para mejor.
Y ahí fue cuando me lo dije.
No puedo seguir así.
No podía seguir tratando de acercarme con indirectas, con comentarios a medias, con silencios que pretendían decir más que las palabras.
Tenía que encontrar la forma de… no sé… estar.
Y fue en esa espiral de ideas —locas, ridículas— que recordé algo.
El profesor de artes había dicho hace unos días que se abriría un taller extracurricular de ilustración y creación narrativa. Voluntario. Un proyecto para final de semestre. Solo irían los interesados.
Ella se había emocionado con la idea. Lo había comentado con Clara saliendo del salón, lo recuerdo bien. "Quiero inscribirme", había dicho. "Siento que es una forma de expresarme sin tener que explicarlo todo con palabras".
Y yo…
me anoté.
Fue impulsivo. Una decisión absurda viniendo de mí, que apenas si sé dibujar un gato. Pero lo hice. Fui de los primeros en apuntarme. Ni siquiera esperé a ver si otros conocidos míos lo hacían.
Solo quería estar ahí.
Con ella.
El día del primer taller llegó. A las cuatro de la tarde. Pocas personas. Un aula con cartulinas, papel, materiales sueltos.
Y ella.
Llegó con su maleta cargada, su cuaderno bajo el brazo y el cabello suelto, más ondulado de lo habitual. Se veía feliz. Curiosa. Como siempre que algo la emocionaba.
Me vio.
Se detuvo un segundo.
Y sonrió.
Una sonrisa chiquita.
Casi como la del otro día.
Pero esta vez no por un secreto…
Sino por sorpresa.
—¿Tú? —preguntó, acercándose.
—Sí… no sé, pensé que sería interesante.
Mentí. Obvio.
Ella parpadeó. Se notaba que no sabía si creerme.
Pero no me desafió.
Solo asintió y se sentó dos puestos más allá.
Cerca.
Pero no tanto.
El taller fue un caos interno para mí. No entendía nada. Pero Isa parecía en su mundo. Dibujaba, escribía, se sonreía con los materiales manchados.
Yo apenas si podía concentrarme. Todo lo que hacía era mirarla de reojo. Escucharla. Y recordar lo que había dicho en la biblioteca.
“Me da miedo. No él… el no saber.”
Quería disculparme.
Quería explicarle que yo tampoco sabía.
Que no sabía cómo dejar de actuar como un idiota.
Que no sabía qué hacer con lo que me hacía sentir.
Pero no dije nada.
Al final de la clase, mientras recogíamos los materiales, Isa se acercó un poco más. Sin mirarme directamente, dijo en voz bajita:
—Creí que no te gustaban estas cosas.
—No me gustan —respondí, sincero.
Ella me miró, levantó una ceja, divertida.
—Entonces… ¿por qué estás aquí?
Tragué saliva.
No podía soltar la verdad. No toda.
—No sé… Quería probar algo diferente —dije, y ella no insistió.
Pero algo en su cara cambió.
Como si empezara a sospechar algo.
Como si, por primera vez, notara que quizás… yo también estaba intentando.