Ella: a través de mis ojos

LO ARRUINÉ… ¿O NO?

No sé en qué momento cambió la dinámica.
No hubo un día exacto, una frase clave o un evento determinante. Solo... comenzó a pasar. Como cuando un vaso se llena gota a gota y no te das cuenta hasta que se desborda. Así era con Isa y yo. Nos hablábamos más, reíamos un poco, cruzábamos comentarios. Y aunque todavía no era todo lo que yo quería, había algo en su cercanía que me tranquilizaba.

Y también me alteraba los nervios como nunca.

Era martes. Estábamos en una de esas actividades de trabajo colaborativo en la asamblea, y por obra del universo o porque Clara se inventó una excusa para cambiarse, terminé compartiendo mesa con Isa.

Era el tipo de dinámica donde había que dibujar ideas.
Yo. Dibujando. Ideas.

El horror.

Ella se inclinaba sobre el papel, concentrada, con una expresión tan natural que hacía parecer que el mundo no le pesaba.
—¿Y tú qué opinas de esto? —me preguntó, apuntando con su marcador a un dibujo medio extraño.

—Parece un fideo con ansiedad —le dije sin pensar.

Isa soltó una carcajada. Real. No forzada. De esas que sacuden los hombros.

—¡Ian! —me miró entre divertida y escandalizada— ¡No le digas así a mi pobre dibujo existencialista!

Me encogí de hombros, disimulando una sonrisa.

Pero ahí estaba: estábamos riendo.
Y eso para mí ya era medio milagro.

Seguimos trabajando. A ratos yo intentaba hacer algún chiste para aligerar la tensión, aunque la tensión ya no era la de antes. No era rabia ni incomodidad. Era algo más... ¿eléctrico?

En un momento, ella buscó su resaltador dentro del bolso, y sin querer se le cayó su estuche.
Todo se desparramó por el piso.

Yo reaccioné rápido. Me agaché a recogerlo antes que ella.
Y ahí fue cuando pasó.

No el estuche. No los colores.
Mi error.

Mi bocota.

Mientras recogía una goma con forma de osito, le dije:

—A veces no pareces de décimo… sino como de séptimo.
Lo dije de broma. O eso creí. Como por molestarla.

Y apenas las palabras salieron, quise tragármelas.

Isa se quedó en silencio. Me miró.

Y ahí estaba yo. De nuevo.
Congelado.
Con un “lo arruiné otra vez” tatuado en la frente.

Me enderecé con torpeza, pasándole el estuche. Ella lo tomó sin hablar. Mi corazón empezó a correr como si estuviera en una maratón. Estuve a punto de disculparme. A punto de decir cualquier cosa para arreglarlo.

Pero entonces…

Ella frunció los labios. Levantó las cejas. Se cruzó de brazos.

Y dijo, con una sonrisa pícara, forzadamente indignada:

—¿Perdón? ¿Me acabas de llamar niña de séptimo?

Me quedé inmóvil.
—No... o sea, sí, pero no lo dije en serio, era solo que…

Ella alzó un dedo. Me interrumpió.

—Te estás hundiendo más, Ian.

—Ya lo sé —murmuré, muerto de vergüenza.

Ella me miró un segundo más… y sonrió. De verdad.
Una sonrisa traviesa, luminosa. Y de pronto me dio un pequeño golpe con el marcador en el brazo.

—Te perdono… por ahora.

—¿Por ahora?

—Sí. Pero me debes una goma de osito nueva por el trauma.

Reí.
Fue imposible no hacerlo.

Y ella también. Como si nada hubiera pasado.
Como si entendiera que yo no era bueno con las palabras, pero lo estaba intentando.

El resto del trabajo lo hicimos con más soltura. Me sentí distinto.
Como si por primera vez ella me permitiera equivocarme sin alejarse.
Como si hubiera leído mi torpeza como un lenguaje que empezaba a comprender.

Al salir del salón, ella caminó a mi lado. No dijo mucho, pero se notaba tranquila. Me gustaba su forma de estar. Cómoda. Presente.
Antes de irse, me miró.

—Ian.

—¿Sí?

—No todos los días perdono insultos a mis dibujos y comparaciones con séptimo.
Pero contigo… hago una excepción.

Y se fue con esa sonrisa.

La sonrisa que hacía que el mundo entero valiera la pena.

La sonrisa de isa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.