El cambio de clase era un caos ordenado.
O más bien un ritual del colegio: mochilas cruzando de lado a lado, saludos rápidos, carcajadas que rebotaban en las paredes, gritos que se perdían entre los ecos del pasillo largo. Y ahí estábamos todos, como siempre, en el balcón del segundo piso, el que daba justo a la cancha techada donde ya se empezaban a acomodar unas sillas para el evento de primaria.
No era para nosotros, pero igual nos asomábamos.
Ver movimiento nos entretenía.
Ver padres orgullosos, niños emocionados, carteles de colores... No sé, daba cierta nostalgia.
Yo llegué algo tarde al pasillo. Me costó encontrar a mis amigos porque el bullicio era más fuerte de lo usual. Pero entonces, entre tantos rostros, la vi a ella.
Isa estaba sola. Apoyada en la baranda.
El viento le movía un poco el cabello y tenía los brazos cruzados sobre el borde. A primera vista, cualquiera habría dicho que estaba mirando hacia abajo como todos. Pero yo, que ya sabía leerla un poco mejor, noté algo distinto.
Ella no miraba el evento.
Ella miraba a un hombre en particular.
Un señor de traje sencillo, con el cabello entrecano, que sostenía la mano de una niña pequeña mientras le arreglaba una cinta en el cabello.
Isa no pestañeaba. No parpadeaba.
Solo... lo miraba. Como si verlo le doliera.
Me acerqué sin pensar demasiado, pero no a ella directamente. Me detuve un poco más atrás, donde estaba el grupo. Pensé en disimular, pero no pude evitar seguir viéndola. La luz de la mañana se reflejaba en sus ojos y… entonces los vi. Los dos cristales que resbalaban en silencio por su mejilla.
Un nudo se me hizo en el estómago.
Justo en ese momento se acercó Tomás, el que quiere ser sacerdote. No sé cómo hace Isa para atraer a todo tipo de personas, pero con él tiene una confianza particular. Se apoyó a su lado. No hablaron en voz alta, pero me concentré.
Y escuché.
—Tomi… —le susurró ella, con la voz apenas temblorosa— ¿Tú crees que las personas buenas… cuando se mueren… siguen cuidándonos?
Él se quedó en silencio. Como si se tomara en serio cada palabra. Luego le respondió con esa voz calmada que tiene, de seminarista precoz.
—Yo creo que sí, Isa.
Y no solo cuidándonos. Creo que siguen amándonos, aunque no los veamos.
Isa asintió muy despacio.
No dijo más.
Pero se le cayó otra lágrima.
Se la limpió rápido. Con la manga. Como si nadie lo hubiera notado.
Yo sí lo noté.
Y fue entonces cuando entendí: ese señor abajo le recordó a su papá.
No era tan difícil unir las piezas.
Recordé la carta de la actividad de reflexión. Sus palabras sobre la vida, sobre querer cambiar el mundo aunque eso le costara a ella. Su forma de mirar a los padres felices, no con envidia, sino con una especie de ternura triste. Como si celebrara lo que ya no tenía.
Isa respiró hondo. Se obligó a sonreír.
Y entonces volvió a girarse al grupo con una energía que no le nacía del pecho, pero que le brotaba de la voluntad.
—¡Miren ese papá! Está más emocionado que la hija, Se ve que esa pequeña tiene sueño —bromeó.
Rieron todos.
Menos yo.
Porque yo la había visto antes.
Yo había visto la verdad.
La Isa que dolía en silencio, que no pedía consuelo, que escondía sus lágrimas detrás de comentarios alegres.
Me moví.
No me lo pensé tanto esta vez.
Me acerqué hasta quedar a su lado, justo en la baranda. Ella me miró de reojo, algo sorprendida.
Yo no dije nada.
Solo me quedé ahí. Como si nada. Como si simplemente hubiéramos coincidido por casualidad.
Pero ella sabía.
Y yo también.
No había que decirlo.
Después de unos segundos, Isa habló.
—A veces creo que extraño cosas que nunca tuve del todo.
Me giré hacia ella.
—¿Como qué?
—Como… ver a mi papá emocionado por algo mío.
—Su voz era suave, sin drama—. O verlo en la fila de una presentación escolar. O con cara de orgullo cuando sacaba buenas notas.
Tragué saliva.
—Pero él estaría orgulloso —dije, sin pensar. Y por primera vez, no fue un intento por quedar bien. Era algo que realmente creía.
Isa me miró.
Y sonrió. Pero fue distinta esa sonrisa. No era de fachada. Era chiquita. Dolida. Sincera.
—Gracias —me dijo.
Y fue eso.
Un momento.
Un silencio lleno de significados.
Cuando sonó el timbre, los demás salieron disparados como siempre.
Ella se quedó unos segundos más. Yo también.
No hacía falta que dijera que estaba mejor, ni que yo dijera que la había visto llorar.
Solo hicimos algo que parecía insignificante para todos, pero que para mí lo cambió todo:
No nos fuimos hasta que el profesor de la clase de isa la llamó para entrar.
Nos fuimos, juntos pero separados, ella en su salón, yo al mio
Pero sabiendo que algo, entre los dos… había cambiado.