Ella: a través de mis ojos

GRACIAS NO ES SOLO UNA PALABRA

Estaba en mi casillero, sacando unos libros que probablemente no iba a usar, cuando la vi venir.

Isa.

La forma en que caminaba… no era como siempre. Era más lenta. Como si cada paso lo hubiera pensado demasiado. Y lo noté. Yo noto esas cosas ahora. Antes no, pero ahora sí. Con ella todo me parece importante.

No llevaba la mochila, solo una cajita pequeña en las manos. Y los ojos… estaban un poco más abiertos de lo normal. Como cuando alguien está nervioso, pero no quiere parecerlo. Alcé la mirada justo cuando llegó a mi lado.

—Hola —dijo, como si no pasara nada. Como si no me hubiera mirado de esa forma días antes. Como si no me hubiera dicho gracias con las manos temblando.

—Hola —respondí, intentando no parecer idiota. Fallando, probablemente.

Se quedó parada un segundo, como dudando. Yo cerré el casillero, sintiéndome extrañamente expuesto.

—¿Te puedo dar algo? —soltó, tan rápido que parecía haberse arrepentido apenas terminó la frase.

Me encogí de hombros, porque no sabía qué decir. Me encantaría que alguien me enseñara a reaccionar cuando Isa decide regalarte algo. ¿Dónde estaba el manual para eso?

Ella me tendió la cajita. Estaba envuelta en papel kraft, con una cinta amarilla que parecía haber sido amarrada con prisa pero con cariño.

No lo abrí de inmediato. La miré. Y ella, como siempre, bajó la mirada.

—No es gran cosa —agregó—. Solo quería agradecerte.

La tomé sin hablar. Lo juro, quería decir algo. Quería decirle que me dolía lo bonito que era todo eso. Que me daban ganas de abrazarla. Que no entendía cómo alguien podía ser tan detallista con alguien que nunca lo mereció del todo.

Pero me quedé callado.

Y eso, claro… fue un error.

Ella notó mi silencio. Lo sintió como un golpe, creo.

Y entonces lo dijo:

—Ehh, no quiero que te sientas incómodo. Es que… te quería agradecer porque me ayudaste mucho, pero si te molesta o algo, perdón.

Eso me rompió. Como una patada en el pecho.
Porque, ¿cómo podía pensar que molestaba? ¿Cómo podía dudar siquiera un segundo de que su gesto era perfecto?

—Isa, no… —intenté hablar, pero no salía nada. La lengua no me funcionaba, literal.

Ella se apresuró en levantar las manos, como quitándole importancia.

—En serio, no pasa nada —dijo con una sonrisa forzada—. Quizás fue demasiado, perdón.

—No es demasiado —me salió, por fin.

Ella me miró, no muy convencida. Sus mejillas estaban rojas. Como si se odiara un poquito por haberse expuesto. Y eso me dolía más.

—Isa, es… demasiado lindo, en realidad. Solo que yo soy un desastre reaccionando, no es tu culpa. Vos hiciste algo increíble. Y yo… yo no sé cómo agradecerlo.

Su mirada se relajó, como si mis torpes palabras hubieran servido de algo y se hubiera convencido de que ese detalle era lo más perfecto de este mundo. Se rió bajito. Pero era esa risa medio incómoda, medio vulnerable.

—Podés empezando por abrirlo, tonto.

La sonrisa se me escapó sin permiso.

Me senté en la banca más cercana, y ella se quedó de pie frente a mí, mordiéndose el labio como si dudara de todo. Como si tuviera ganas de correr, pero se obligara a quedarse.

Desaté la cinta y abrí la caja.

La tapa pequeña, por adentro tenía una frase escrita con letra delicada:

“A veces uno no necesita entender el caos que siente. Solo necesita a alguien que no lo juzgue por sentirlo.”

Y debajo, había un dibujo pequeñito: un sol con cara de dormido, escondiéndose detrás de una nube. No podía explicarlo, pero algo en mí se aflojó.
Dentro también había una ligera pulsera de hilo negro, una estrella plateada en la mitad y unas joyas diminutas a sus lados.
No había que ser genio para saber que isa lo había hecho.

Era demasiado.

La miré mientras agarraba la pulcera con una delicadeza que ni yo sé de dónde saque. Estaba roja, nerviosa.

—¿Esto lo hiciste vos?

Ella asintió con un leve encogimiento de hombros.

Me mordí la lengua para no decir algo estúpido como “esto vale más que cualquier regalo que me hayan dado”, porque sabía que se iba a morir de la pena.

En lugar de eso, me levanté. Me acerqué.
Y le dije:

—Gracias, Isa.

Ella levantó la mirada. Había algo en sus ojos. Como un miedo chiquito escondido en el fondo. El miedo a haber dado más de lo que debía. A haber sentido más de lo permitido.

Entonces le dije algo que no esperaba decir:

—No molestas. Nunca. Lo que hiciste es… de otro mundo.

Se rio bajito, bajando la mirada otra vez. Pero esta vez… fue distinto. Como si por fin se permitiera estar ahí, conmigo, sin culpas. Y su sonrisa… tenía esa luz de cuando uno ya no se esconde.

Y entonces lo soltó, con voz juguetona:

—Igual te debo un regaño.

—¿Por?

—¡Por hacerme llorar con tus notas! —dijo con tono de falsa indignación—. Qué descaro, Ian. Uno intentando vivir su día y vos ahí con tus frases emocionales, arruinándome el maquillaje.

Me reí.
Y ella también.

—Lo tomaré como una victoria —respondí.

Ella se sentó a mi lado.

—¿Me la pones? —No sé de dónde saque tanta valentía para en ese momento brindarle la pulsera y estirar mi mano hacia ella.

—Claro —sus dedos tocaron los míos ligeramente al agarrar la pulsera y no miento, sentí cargas eléctricas por todo mi cuerpo.

Ella me la coloco con delicadeza, con lentitud y mirando que no me quedara muy ajustada.

—¿asi está bien?

—Está perfecta —dije con la voz mas suave que tenía mientras la miraba a ella y ella miraba la pulsera.

Nos quedamos un rato más hablando, hasta que sus amigas llegaron. Ella se fue, pero antes de alejarse, se volvió a mirarme. Y no hizo falta decir nada.

Su mirada lo decía todo.

Y yo me quedé ahí, con el la pulsera en la muñeca derecha y con dos certezas en el pecho:

1. Isa me estaba desarmando sin tocarme.

2. Jamás me quitaría esa manilla.




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