Nunca fui bueno haciendo reír.
O mejor dicho: cuando lo intentaba, parecía más sarcasmo que gracia. O sarcasmo sin gracia, que es peor. Pero con Isa... había algo distinto. Como si ella entendiera lo que quería decir, incluso cuando no lo decía bien. Como si pudiera traducir mis torpezas.
Ese día la vi desde lejos. Estábamos en recreo, y aunque los de décimo usualmente se quedaban en la zona techada cerca del aula de arte, ella se había acercado a la parte del patio donde estaban los de otros grados. No hablaba con nadie en ese momento. Estaba sentada en una banca, mirando su termo de agua, con una expresión que no sabía cómo leer.
Y eso me sacó de donde estaba.
Yo no cruzaba el patio por nada ni por nadie. Excepto por Isa.
Ella me vio venir desde lejos, pero no cambió su postura. Ni sonrió, ni se movió. Solo se quedó ahí, esperándome. Como si supiera que iba hacia ella. Como si me hubiera estado esperando también.
—¿Sola? —pregunté, como si no lo viera.
—A ratos —respondió, encogiéndose de hombros—. Estoy con muchos últimamente, pero a la vez con ninguno.
Esa frase me golpeó como un espejo. Porque era mía. Eso que dijo… era lo que yo sentía desde hace años.
—¿Y eso?
—Nada malo. Solo... a veces me siento más acompañada cuando nadie espera nada de mí —me miró, directo, con esos ojazos de niña que parece saber más de lo que debería—. Con vos, por ejemplo, no me pasa que tenga que estar diciendo cualquier cosa todo el tiempo. A veces es cuestión de silencio. Eso se siente lindo.
Mierda, que linda. Y no solo hablo de su físico, ella es tan sentimental, tan de tener y causar paz.
Ella no lo sabe pero incluso en los momentos donde estamos juntos y hay silencio siento que en mi cabeza hay de todo menos silencio. Mi cabeza grita su nombre.
No supe qué responder. Me acomodé en el borde de la banca, al lado de ella, mirando al frente. Había ruido por todas partes, pero el mundo sonaba bajito estando con ella.
—¿Y vos, Ian? —preguntó de pronto, como si fuera su turno de observar—. Últimamente te veo en todas partes. Pero igual parecés estar solo.
—Estoy practicando para ser fantasma —dije sin pensar.
Ella soltó una risa bajita, con sorpresa.
—Un fantasma con mal carácter —bromeó.
—Un fantasma funcional —aclaré—. Amargo, pero eficiente.
Ella me miró como si no se creyera ni una palabra.
—Mentira —dijo—. Sos tierno. Pero a tu manera.
Eso me mató un poco. Porque nadie usaba esa palabra conmigo. Tierno. Me dieron ganas de preguntarle por qué lo creía. Qué parte de mí le parecía así. Pero no me atreví.
—Hoy amanecí positivo —dije con falsa alegría—. Casi le sonrío al profesor de álgebra. Me detuve justo a tiempo.
Ella se rió. Esa risa suya que suena como si el mundo por un segundo dejara de doler.
—Tenés una forma muy particular de ser dulce, Ian. Como si te diera miedo admitir que te importa algo.
Me giré hacia ella. Me estaba mirando en serio. Y eso me desarmó.
—Y vos tenés una forma muy particular de entenderlo todo —le respondí—. Como si no necesitaras que nadie te lo diga.
Isa se sonrojó apenas. Pero no desvió la mirada. Eso me gustaba tanto… Que pudiera sostenerme la vista. Que no se asustara de mi seriedad. Que no se sintiera menos por mi sarcasmo ni por mis silencios.
—A veces siento que estás a punto de decir algo importante —me dijo en voz baja—. Pero no lo decís.
—¿Y eso te desespera?
Ella sonrió. Negó con la cabeza.
—No. Me da curiosidad.
Me quedé mirándola. Con su coleta un poco desordenada, las mejillas algo rosadas por el sol, y ese gesto de niña buena que solo era una parte de lo mucho que era.
Quise decir algo. Algo real. Algo de verdad.
Pero lo que dije fue:
—Hoy vi a un niño de primaria patear a otro por un yupi.
Isa se echó a reír tan fuerte que varios la voltearon a ver. Yo solo sonreí. No por el chiste. Sino porque lo había logrado. Le había sacado esa risa. Y eso, para mí, era un milagro diario.
—Tenés la habilidad de decir lo más insólito en el peor momento —dijo entre risas.
—Una bendición mal distribuida —respondí.
—Una bendición, igual —susurró, apenas audible.
Nos quedamos en silencio. El tipo de silencio cómodo que me costaba tener con otras personas.
Después, ella miró su reloj y suspiró.
—Me toca historia.
—Qué delicia —dije con ironía—. Que disfrutes dormir con los ojos abiertos.
—¡Ey! Me gusta historia. Aunque a veces parezca que el profe quiere convertirnos en fósiles para explicarnos a nosotros mismos.
—Eso suena a su plan secreto.
Se levantó con su cuaderno en la mano. Pero antes de irse, se detuvo un segundo y me miró por encima del hombro.
—Gracias por buscarme hoy. En serio.
Yo me encogí de hombros.
—Pasaba por aquí.
Ella rodó los ojos con una sonrisita que me derretía sin derecho alguno.
—Sos pésimo fingiendo indiferencia.
Y se fue, dejándome ahí con el corazón estúpidamente acelerado, como si me hubiera tocado sin hacerlo.