Ella: a través de mis ojos

UN ESCONDITE, DOS ALMAS

Hay rincones del colegio que casi nadie usa. Pasillos entre bloques viejos, cuartos con sillas arrumadas, esquinas donde el polvo hace su nido en paz. Y después está ese lugar.

Nunca supe que Isa tenía un escondite.

La descubrí sin querer. Había salido de clase antes por una excusa barata que le solté al profe -algo sobre dolor de cabeza, que en parte era cierto-, y fui al bloque B porque ahí había más sombra. Me gustaba ese silencio. Me hacía sentir lejos, como si no existiera por un momento.

Y ahí estaba ella.

Sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, justo al lado de una estantería vieja llena de carpetas de años anteriores. Tenía la cara apoyada sobre sus manos, pero la forma en que sus hombros subían y bajaban no se podía disimular. Temblaban. Todo su cuerpo temblaba.

Me quedé quieto.

La luz del pasillo no la alcanzaba por completo. Estaba en una especie de penumbra, como si se hubiera escondido del mundo a propósito. Por un segundo dudé si irme. Si no verla más. Si dejarla ahí y respetar el espacio. Pero algo en mí se quebró cuando escuché ese sonido.

No era un llanto cualquiera.

Era un sollozo contenido. Profundo. Doloroso. Como esos llantos que uno intenta tragarse pero el cuerpo no le responde. Como si el alma necesitara sacarlo y el cuerpo se negara. Eso estaba pasando con Isa. Su respiración era entrecortada, y cuando levantó apenas el rostro, vi sus ojos rojos, la nariz húmeda, y la expresión más rota que le había visto jamás.

Y aún así... cuando me vio, intentó sonreír.

-Perdón -dijo, bajito, ronca-. Solo estoy aquí un ratito. Ya me voy.

¿Perdón? ¿Cómo que perdón?

Su voz era la de alguien que no quería molestar. Que sentía que existir así de rota era una molestia. Y eso... eso fue lo que me mató.

No supe qué decir. Yo, que siempre tengo una respuesta lista, incluso cuando no sirve de nada. Pero ahí no había guión que sirviera. Solo estaba ella, en su escondite, intentando no estorbar.

Me acerqué. No mucho. Solo un par de pasos. Me agaché, apoyándome con la espalda contra la pared. No dije nada. Solo estuve.

Ella bajó la mirada. Le costaba sostenerla.

-Estoy bien -susurró, claramente mintiendo-. Es solo un día tonto.

Y de pronto, sin previo aviso, se quebró.

Las lágrimas comenzaron a caer sin control. Se llevó las manos a la cara, tapándola como si así pudiera esconderse de mí, como si al no verla, yo no escuchara el sonido de su dolor. Un sollozo largo y quebrado escapó de su garganta. Y entonces... empezó a temblar.

Su cuerpo temblaba entero.

Como si llevara horas aguantando eso y ya no pudiera más. El tipo de llanto que uno no planea. Que simplemente ocurre. Que cuando por fin sale, lo inunda todo. Su respiración se desacompasó, y trataba de calmarse, pero cada vez que lo intentaba, parecía que empeoraba.

Yo no me moví.

No quería que pensara que la juzgaba. No quería que sintiera que la miraba con lástima. Solo quería que supiera que estaba ahí.

-Perdón -repitió entre sollozos-. No me gusta que me vean así. De verdad lo siento. No quiero incomodar. Solo... solo necesitaba estar sola.

-Isa -dije, bajito-. No estás incomodando.

Ella negó con la cabeza, las lágrimas seguían cayendo, y le costaba respirar con normalidad. Estaba intentando contenerse, limpiarse, calmarse. Como si su prioridad fuera no molestarme, y no dejar de doler.

Eso me partió en mil.

¿Cuántas veces habrá tenido que hacer eso? ¿Cuántas veces se habrá escondido para poder llorar tranquila sin hacerle ruido al mundo?

Me acerqué. Me senté a su lado, a unos pocos centímetros. Dudé un segundo, pero luego, sin pensarlo mucho, le extendí la mano.

No la obligué. No la empujé. Solo la dejé ahí, entre nosotros dos, abierta. Una especie de permiso. De promesa silenciosa.

Ella la miró. Y por un momento pensé que no iba a hacer nada.

Pero entonces... con sus manitos temblando, la tomó.

Y se dejó caer sobre mi hombro.

No sé cuánto tiempo estuvimos así.

Ella llorando contra mi cuello, con la voz hecha pedazos, con su cuerpo encogido, con el alma abierta y sangrando. Y yo, ahí, quieto, abrazándola sin saber hacerlo bien, pero intentando que entendiera que no estaba sola.

-A veces me cuesta -dijo entre susurros, cuando la tormenta bajó un poco-. Me cuesta estar bien. Y odio eso. Porque yo intento ser esa persona que anima a los demás, la que sonríe, la que no molesta... pero hay días en los que siento que ya no tengo de dónde sacar más.

Me quedé en silencio. Porque cualquier palabra mía hubiera sido una mentira.

-Y me da miedo -continuó-. Que si muestro esto... me vean diferente. Que piensen que soy débil. Que no soy suficiente. Que ya no me quieran igual.

Yo la miré. El rostro escondido entre sus manos, los ojos hinchados, las pestañas húmedas, la piel frágil. Y todo en mí gritaba que no podía dejarla sentir eso.

-Sos suficiente, Isa -murmuré, por fin-. Y no sos débil. Sos la persona más fuerte que he conocido. Aunque eso te duela.

Ella me miró. Por primera vez en minutos, me miró. Con esos ojazos llenos de miedo, pero también de confianza. Como si nunca nadie le hubiera dicho eso así. Como si mi voz le hubiera dado un respiro.

Y entonces sonrió. Apenas. Una curvita chiquita en la comisura de sus labios.

-Gracias -dijo-. Por quedarte.

-No iba a irme -respondí, sin pensar.

El resto del recreo se nos fue en ese silencio tierno. Ya no lloraba. Pero tampoco hablaba. Solo se apoyaba en mí como si fuéramos una especie de refugio compartido.

Ahí entendí algo.

Que Isa tenía lugares donde se escondía. Pero no para huir. Sino para sobrevivir. Que no era una princesa frágil, sino una guerrera herida. Que su ternura no era una máscara. Era una forma de resistir. Y que yo... había tenido el honor de verla así. Tal cual.

Y no sabía cómo, ni por qué, ni cuándo... pero me sentí parte de algo mucho más grande que yo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.