Ella: a través de mis ojos

DEMASIADO CERCA PARA FINGIR

Cuando Isa levantó el rostro por completo, todavía tenía las mejillas húmedas y los ojos brillando. Se limpió rápido con las mangas de su chaqueta, como si intentara borrar cualquier rastro de lo que acababa de pasar. Pero era imposible. La vulnerabilidad no se borra tan fácil. Queda ahí, flotando en el aire entre dos personas, como una especie de verdad que ya no se puede esconder.

Y se veía claramente que Isa la quería esconder.

Y ahí estábamos. Los dos, en ese pasillo solitario, rodeados de polvo y papeles viejos. El corazón todavía golpeándome el pecho. Y ella con las manos entrelazadas, mirándome con esa carita que ya conocía, pero que en ese momento se sentía más real que nunca.

-Ian -dijo de repente-, tu camisa...

Miré hacia abajo y vi la manchita de lágrimas en mi hombro. No me había dado cuenta. Ella lo notó, y al segundo frunció el ceño con culpa.

-Ay, no... perdón. ¡Te mojé todo! Yo... no quería. Perdón en serio -empezó a limpiar torpemente con sus dedos, y yo, sin saber por qué, me quedé quieto. Totalmente quieto.

Porque en ese intento de limpiarme, sus manos quedaron sobre mi pecho.

Y nuestros rostros...
Tan cerca.
Demasiado cerca.

Podía contarle las pecas. Notar cómo sus pestañas seguían mojadas. Cómo el rubor se apoderaba de sus mejillas sin que ella pudiera evitarlo. Sus labios se entreabrieron como si quisiera decir algo, pero no salió nada. Solo el silencio. Solo la tensión.

Y por un segundo, no me importó nada más que esa mínima distancia.

Ella retrocedió, incómoda, riéndose bajito para disimular.

-Perdón, en serio. Estoy un desastre. Ya te dejo en paz...

-Yo te acompaño -le dije antes de que pudiera escaparse.

Me miró, con los ojos entre sorprendidos y agradecidos.

-¿No tienes clase?

-No tan importante como esto.

Ella bajó la mirada y asintió muy bajito. Salimos del pasillo, ella caminaba despacio. Supongo que aún le dolía por dentro. Pero intentaba verse tranquila, como siempre.

Cuando íbamos saliendo por la reja del colegio, Isa caminaba en silencio. Cada tanto sus dedos rozaban mi brazo como si buscara equilibrio, y de pronto, sin previo aviso, me agarró suavemente del brazo. Muy suave. Como si no quisiera incomodar.

-¿Está bien si hago esto? -preguntó en voz bajita-. No sé, me calma... pero si te incomoda, te suelto.

Y yo...
Yo sentí un calor en el pecho que no sabía cómo controlar.

-No me incomoda -le respondí, intentando que no me temblara la voz.

Seguimos caminando en silencio. Ella abrazaba un poco más fuerte mi brazo a ratos, y yo no decía nada. No podía. Tenía demasiado enredado el pensamiento. Hasta que ella frenó.

-No quiero ir a mi casa -confesó, mirando al piso-. No es por algo malo... solo... no me siento bien ahí hoy. Es como si al entrar todo se pusiera más silencioso. Y no quiero estar sola.

No lo pensé. No calculé. No fui racional.

-Entonces ven conmigo -le dije.

Ella me miró. Los ojos abiertos, el corazón latiéndonos a los dos como si lo compartiéramos.

-Ven conmigo a mi casa. Quedate conmigo un rato. No quiero que te sientas así. -Y entonces lo solté, sin filtro-. No quiero perder esta parte de vos.

Isa parpadeó. Como si no supiera si escuchó bien. Y luego... sonrió.

-¿Segura que no te estoy estorbando?

-Segurísimo. Vamos.

-Mas te vale.

Estábamos en mi casa. Mi mamá no estaba, y agradecí por eso. No porque no quisiera presentarla, sino porque no sabía cómo explicar que Isa necesitaba ese momento de tranquilidad, sin ojos encima. Nos sentamos en el sofá. Ella se quitó los zapatos y abrazó una almohada como si le diera seguridad.

-Me gustaba ese pasillo -dijo, mirando al techo-. Lo descubrí el año pasado. Cuando empecé a sentir que a veces la sonrisa no alcanzaba. Y hoy... hoy simplemente se desbordó todo.

No dije nada. Solo la escuché.

-Mi papá me enseñó que la gente fuerte no es la que nunca llora, sino la que sigue a pesar de eso. Y por más que intento... hay días en los que simplemente no puedo.

Me acerqué un poco más. Le pasé una cobija del espaldar del sofá. Ella me agradeció con una mirada, esa que ya se me empezaba a volver adictiva.

-Gracias -dijo, más bajito-. No solo por traerme. Por quedarte. Por no juzgarme. Y por dejarme llorar.

-No hice mucho.

-Lo suficiente.

Hubo una pausa. Luego otra. Hasta que ella se apoyó apenas en mi brazo. Como si hubiera olvidado que estaba fingiendo estar bien.

Y yo no dije nada. Porque en el fondo... también estaba cansado de fingir.

Nos quedamos así, en ese pequeño rincón de mundo, donde las emociones se sentían gigantes y las palabras sobraban. Ella cerró los ojos un momento, como si se permitiera bajar la guardia solo ahí, conmigo.

Yo la miré.

Y pensé que nunca había sentido esto con nadie.

Esa paz intensa. Ese temblor interno. Esa mezcla extraña de querer protegerla y a la vez de necesitar que ella existiera en mi vida así, sin filtros.

-Ian -dijo con voz suave-. Si me quedo dormida, ¿me despiertas?

-Te cuido -respondí.

Y ella sonrió. Una de esas sonrisas cansadas, pero reales. Que no eran para el mundo. Solo para quien se queda cuando todo se rompe.

Y yo...
Yo me prometí quedarme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.