Ella: a través de mis ojos

BAJO MI MANTA, BAJO MI PECHO

No sé a qué hora exacta se quedó dormida. Sólo recuerdo estar hablándole bajito, como si de alguna forma sus pensamientos necesitaban algo más suave que mis palabras normales. Isa estaba acurrucada, medio hecha bolita, como si quisiera desaparecer en su propio cuerpo. Su respiración empezó a hacerse más pausada. Y en algún momento (en ese silencio que se siente más que se escucha) simplemente se quedó dormida.

Lo supe porque, sin querer, su frente rozó mi brazo y se quedó ahí. Como si yo fuera su almohada de emergencia.

La miré. No lo planeé, simplemente... no pude evitarlo. Su carita dormida, con los ojitos ligeramente hinchados por el llanto, el gesto todavía tenso... pero había una especie de paz ahí. Como si, al menos por ahora, no tuviera que cargar con todo lo que estaba sintiendo.

Entonces hizo un pequeño movimiento, medio incómoda, y su cuerpo se inclinó más hacia mí. Ya no sólo estaba rozando mi brazo, ahora medio se acurrucaba contra él. A cualquier otra persona podría parecerle casualidad, pero yo lo sentí... sentí que ella, inconscientemente, buscaba algo. O a alguien.

No pensé mucho. Le acomodé un poco el cabello para que no le tapara la cara, y luego, con todo el cuidado del mundo, la rodeé con mi brazo y la acerqué más a mí. La envolví en mis brazos.

No es algo que suela hacer. No soy de los que se dejan llevar por estas cosas. Pero con ella... todo es distinto. Me sale natural. Como si mi cuerpo supiera lo que ella necesita, incluso antes de que yo lo entienda.

Y me quedé ahí. Con Isa dormida, acurrucada bajo las cobijas, enredada en mí.

Muy cómodos ambos, a decir verdad.

No sé cuánto tiempo pasó. Sólo recuerdo estar mirándola dormir con una sonrisa suave que me sorprendía a mí mismo. No era de esas sonrisas orgullosas o arrogantes que suelo tener. Esta era... real. Serena.

El sonido de una llave en la puerta me sacó del trance.

Me tensé de inmediato. La puerta se abrió y la voz de mi mamá, al entrar, fue un murmullo que no esperaba:

—¿Ian?

Me giré en seco. La miré con los ojos bien abiertos. Mi madre se quedó en la entrada, con las cejas levantadas... y una sonrisa tan tierna que casi me derrite. No dijo nada más. Sólo nos observó.

Ahí estaba yo, sentado en el sofá, con Isa profundamente dormida encima de mí, mis brazos rodeándola, y su cara descansando contra mi pecho. Las cobijas la tapaban hasta el cuello.

Yo, en pánico, susurré:

—¡Mamá, no es lo que parece! O bueno... sí, pero no... —Y me revolví como si tuviera que explicar algo que ni yo entendía.

Ella levantó las manos en señal de paz.

—No tienes que explicar nada. —Y sonrió, más dulce de lo que esperaba. Luego me guiñó un ojo y desapareció hacia la cocina como si nada.

Tragué saliva y volví a mirar a Isa. Seguía dormida, ajena a todo.

Después de un rato, fui a ayudar a mi mamá a preparar algo de comer. Isa seguía dormida, envuelta en la manta. Mi mamá no me preguntó nada, pero me miraba con esa mirada que sólo las madres tienen. Como si supiera más de lo que yo mismo entendía.

—¿Como se llama?

—Isa.

Mi isa.

—Tiene una energía bonita esa niña —dijo mientras picaba unas verduras—. Se ve frágil, pero no lo es. Como una flor de esas que crecen entre las grietas del concreto.

No supe qué decir. Sólo asentí.

El sonido de la olla en la estufa hizo que Isa se despertara. Se incorporó lentamente, algo confundida. Miró a su alrededor y luego se fijó en la manta. La sujetó con fuerza.

Cuando nos vio, abrió mucho los ojos y se llevó la mano a la cara. Estaba roja. Muy roja.

—Ay no... —murmuró, mordiéndose el labio.

Se levantó de inmediato, acomodándose el cabello con rapidez, y caminó hacia la cocina con pasos dudosos.

—Buenos días... bueno, buenas tardes, señora —dijo con voz bajita, formal, sin mirarnos directamente—. Gracias por dejarme quedarme... yo no quería incomodar...

Mi mamá se acercó con una sonrisa.

—No incomodaste en lo absoluto, Isa. Eres bienvenida cuando quieras.

Isa asintió, pero seguía visiblemente nerviosa. Me miró de reojo, como si no supiera si decir algo o salir corriendo. Pero luego, poco a poco, fue relajándose. Ayudó a poner la mesa, se rió bajito con uno de los comentarios de mi mamá, y hasta me lanzó una mirada de esas que calientan el pecho.

Después de comer, la llevé de regreso a su casa.

El camino fue tranquilo, con ese tipo de silencios cómodos que empiezan a sentirse bien cuando hay confianza. Ella me hablaba bajito, más tranquila, como si todo lo que había pasado la hubiese dejado un poco más liviana.

Cuando llegamos a su casa, se detuvo frente a la puerta y me miró.

—Gracias por hoy... por todo.

Y antes de que pudiera decirle algo, se inclinó y me abrazó. Un abrazo corto pero fuerte, apretado. De esos que se dan con el alma.

Yo no me moví. No podía. Sólo sentí su cuerpo contra el mío y me quedé ahí, quieto, respirando el momento.

Cuando se separó, me miró como si hubiera dicho algo importante sin hablar.

Yo la miré, y sin pensar, susurré:

—Me gusta cuando me abrazas.

Ni yo supe de dónde salió eso.

Ella se quedó quieta, con los ojos muy abiertos y las mejillas encendidas.

—Ah... bueno... —balbuceó, dando un paso atrás—. Lo tendré en cuenta.

Y desapareció tras la puerta con una sonrisa nerviosa y los dedos temblorosos.

Yo me quedé ahí, frente a su puerta, sonriendo como idiota.

Me recosté un segundo contra la pared y suspiré, con el corazón alborotado.

Estaba tan perdido. Tan malditamente perdido.

Pero por primera vez en mi vida, no quería encontrar la salida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.