Nunca pensé que una dinámica escolar me pondría tan nervioso. Y no por la actividad en sí, sino por… ella. Isa.
Estaban retomando las actividades grupales de décimo, y entre esas había una dinámica emocional, de esas en las que te toca emparejarte con alguien para hablar de momentos vulnerables. ¿Quién tuvo la brillante idea? No sé. ¿Quién me tocó como pareja? Ella.
Isa. Otra vez Isa. ¿El universo me está haciendo bullying?
—Pueden caminar por el colegio, encuentren un lugar tranquilo —dijo la profesora—. Esto es personal, no hace falta compartirlo con todos.
Genial. Ser vulnerable y además hacerlo en privado. Estábamos condenados.
Caminamos sin hablar por el pasillo largo que da al jardín interior. Ella iba con las manos en los bolsillos del buzo del colegio, con ese caminar relajado que tiene cuando cree que nadie la está mirando. Pero yo sí la miraba. Todo el tiempo.
Nos sentamos en una de las bancas de piedra, donde el sol apenas llegaba entre las ramas. Isa estiró las piernas, suspiró, y sacó la hoja de preguntas.
—“Comparte el momento más vulnerable que hayas tenido” —leyó en voz baja, frunciendo un poco el ceño. Luego me miró—. ¿Quieres empezar tú?
—No. Tú —le dije sin rodeos, porque si empezaba yo iba a sonar como un completo imbécil. Necesitaba tiempo. Respirar. Ver si sobrevivía a ese rato con ella tan cerca.
Isa se encogió de hombros. Bajó la mirada.
—Creo que fue hace unos meses. Cuando hubo un evento para primaria, y vinieron muchos papás, abuelitos, y, yo estaba en el balcón del pasillo, mirando desde arriba… y vi a un señor con una chaqueta azul, igual a la que usaba mi papá. Por un momento, sentí que era él. Lo busqué entre la gente como una tonta. Pero no era. Obvio que no era. Y me dolió tanto darme cuenta de que lo sigo esperando, aunque sé que no va a volver.
Se quedó en silencio. Yo no pude decir nada. Quería. Pero no sabía cómo. Sentí un vacío en el estómago.
Me quedé mirándola. Esa forma en que hablaba bajito, en que trataba de parecer fuerte… me dolía más de lo que podía explicar. Así que hablé. Porque por primera vez, sentí que tenía que ser sincero.
—Mi momento más vulnerable fue… cuando te vi llorar. Esa vez. Me quedé congelado. Me odié por no saber qué hacer. Sentí rabia. Impotencia. Quería ayudarte, pero no pude. Solo te vi, y… no me gustó sentirme tan inútil.
Sus ojos se alzaron a los míos. Y entonces, ocurrió.
Un silencio que no pesaba, sino que quemaba.
Se me fue la voz, el pensamiento, todo. Ella me miraba con los ojos muy abiertos, fijos en mí. Y un instante después, los bajó… a mis labios.
Tragué saliva. ¿Había sido real? ¿O estaba alucinando?
Me acerqué un poco. Solo un poco. Ella no se movió. Tampoco respiraba. Estábamos a centímetros. Podía oler su perfume. Ver cada pestaña. Cada curva de sus labios.
Ella también se inclinó. Muy, muy despacio.
No pensé. No razoné. Solo sentí ese tirón inevitable hacia ella.
Y justo cuando estábamos a nada (literal, a nada) de tocarnos…
—¡Isa! —gritó una voz desde un aula cercana—. ¡Te buscan para revisar el informe!
Ella se apartó de inmediato, como si alguien la hubiera empujado.
—Ya voy —respondió rápido, sin verme a los ojos.
Se levantó. Yo también. Pero me quedé quieto. Ella dio dos pasos, pero se giró y dijo algo que me desarmó.
—Perdón… no sé por qué, pero… perdón.
Y se fue corriendo.
Me quedé con el corazón a mil, el cuerpo temblando, los labios fríos. No supe si quería gritar, reír o volver al momento anterior para no dejarlo ir.
Ese “casi” me iba a perseguir por días.
Semanas, tal vez.
Y lo peor… es que lo quería repetir.