La fiesta se fue apagando como una vela que aún arde suave, pero ya no quema. La música seguía sonando, pero con menos fuerza. Los invitados comenzaban a retirarse poco a poco, y las luces tenues del salón hacían que todo se viera más íntimo. Más real. Más… nuestro.
Yo no había bailado con nadie más. Y lo que me sorprendía no era eso, era que ella tampoco. No sé si alguien más lo notó, pero cada vez que otro se acercaba a pedirle bailar, ella solo sonreía amable y decía que no, que ya estaba muy cansada, que prefería descansar un rato más. Pero cuando yo le extendía la mano con una ceja levantada y una sonrisita torcida, ella aceptaba sin pensarlo dos veces. Siempre a mí. Sólo a mí.
Bailamos hasta que el cuerpo nos dolió. Hasta que la música cambió de merengue a baladas, de baladas a reguetón, y de ahí a algo que ya ni recordaba. Perdí la cuenta de las canciones, pero no de los momentos. Ella reía con los ojos brillando, y sus mejillas encendidas de tanto moverse y reír. Era como si esa noche todo le perteneciera. Y yo no me quejaba. Me sentía un ladrón afortunado por compartirla, aunque fuera por unas horas.
No sé cómo ni cuándo, pero terminamos juntos en todos los rincones del salón. A veces sentados, a veces comiendo, otras escapando de los juegos improvisados que algunos estaban armando. Ella hablaba más, reía más, se dejaba ver más… Estaba feliz. Y eso, por alguna razón, me hacía sentir importante.
Cuando la fiesta ya se apagaba por completo, los familiares se despedían, algunos niños estaban dormidos sobre las sillas y los demás chicos buscaban a sus papás para que los recogieran, la vi sentada sola en un mueble en un balconcito apartado que había en el fondo del salón, con un vaso de agua entre las manos, el rostro ligeramente sudado por tanto bailar, pero con esa luz que no se le apagaba nunca.
Caminé hasta ella en silencio. No dije nada al llegar. Solo me senté a su lado. Ella me miró con esos ojitos llenos de vida, y luego… como si fuera lo más natural del mundo, apoyó su cabeza en mi hombro.
Casi me olvido de respirar.
—Estoy un poco acalorada —murmuró—. Pero feliz.
Me quedé quieto. Muy quieto. No quería hacer ningún movimiento que la hiciera apartarse. Su cabeza, liviana y cálida, descansaba ahí, y cada parte de mí se sentía en paz. Casi como si el mundo estuviera, por una vez, bien.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó, de pronto.
—Doce de agosto… —respondí.
Ella asintió muy despacio.
—Hoy… hoy es el cumpleaños de mi papá.
Mi estómago se encogió.
—¿En serio?
—Sí —dijo bajito, y su voz ya no sonaba tan tranquila—. Esta mañana hablé con él. No… no de esas conversaciones que se tienen con alguien frente a frente, obviamente. Pero sí… le hablé. Le dije que hoy iba a estar feliz. Que iba a celebrar. Que quería que él me viera desde donde esté y que me viera sonreír. Porque… porque si él estuviera aquí, yo sé que querría eso.
Me mordí el labio. No supe qué decir. Pero no se lo dije. No me moví. Solo dejé que ella siguiera.
—Me prometí a mí misma que hoy no iba a llorar. Que no iba a extrañarlo de forma triste. Quería extrañarlo feliz… porque él se lo merecía. Merecía una hija que recordara su cumpleaños bailando y no encerrada en su cuarto. Por eso vine… por eso me arreglé. Por eso… bailé.
Sus palabras eran suaves, pero se clavaban como agujas finas en el pecho. Ella hablaba sin drama, sin lágrimas. Pero había tanto detrás… una tristeza valiente, una ternura que dolía.
—Isa… —susurré, con la garganta apretada.
Ella levantó la cabeza un poco, quedando muy cerca. Muy. Nuestros rostros… a unos centímetros. Sus labios entreabiertos, sus ojos húmedos. La distancia era casi una invitación. Mi corazón martillaba con fuerza. Podía sentir el calor de su aliento. Cada parte de mí me gritaba que hiciera algo. Que la besara. Que la abrazara. Que la tomara de la mano. Que no dejara pasar el momento.
Pero mis piernas no se movían.
Mis manos no sabían qué hacer.
Y mis labios… no sabían qué decir.
—Gracias por quedarte conmigo esta noche —murmuró, con una sonrisa casi imperceptible—. Me hiciste sentir… menos sola.
Y volvió a apoyarse en mi hombro.
Boom.
Ahí quedé yo. Sentado, completamente derrotado por la paz de tenerla cerca. Sin saber si debía besarla, abrazarla o simplemente agradecerle por confiarme algo tan importante. Cerré los ojos un segundo, la respiración suave de ella en mi cuello, y pensé en lo que era capaz de hacer por esa niña.
Todo.
Todo.
Y un poquito más.