Ella: a través de mis ojos

SUS DULCES LABIOS

Me separé de sus labios… apenas. Ni un centímetro más de lo necesario.

Y la vi.

Dios. La vi.

Con las mejillas rojas como si el corazón se le hubiera subido al rostro, los labios temblorosos, los ojos brillando de una mezcla extraña entre alegría, nervios, y ese no-sé-qué que solo tiene Isa cuando se siente vulnerable.

Intentó bromear. Lo vi en su mirada. Quería alivianar el momento.

—Esto… eso fue... intenso —susurró, mordiéndose el labio y mirando hacia otro lado—. O sea… no sé, ¿deberíamos decir algo ahora o algo? Para equilibrar…

No pudo terminar la frase.

Su propia voz se quebró en una risa nerviosa. Estaba tan hermosa tratando de parecer despreocupada que solo me dieron más ganas de besarla.

Otra vez.

Sin pensarlo mucho, me acerqué de nuevo. Pero esta vez, fue diferente.

Rozando apenas su mejilla con la punta de mi nariz, como si fuera lo más normal del mundo. La acaricié así, con ternura, con suavidad… como si cada parte de su piel tuviera un secreto que yo quería descubrir sin apuro.

Isa sonrió.

Una sonrisa de niña chiquita, de esas que te derriten. Que hacen que el mundo entero te importe un carajo.

Y fue ahí.

Cuando se giró un poco, la besé otra vez.

Pero no fue igual al primero.

Este no fue calma. Este fue necesidad.

No de una forma desesperada, no. Fue la necesidad de un corazón que llevaba guardándose todo, que venía acumulando sentimientos como si fueran agua detrás de una presa.

Y al fin, rompió.

Mis labios encontraron los suyos con más firmeza, con más ganas. Con más verdad. La tomé con cuidado del rostro, y la sentí responder. Con esa mezcla tan de ella: un poco de timidez, un poco de entrega, y muchísimo corazón.

Quise decirle que me gusta. Quise decirle que me vuelve loco. Que verla bailar, hablar, sonreír… todo eso me había jodido el sistema.

Pero solo pude besarla. Porque a veces, las palabras se quedan cortas. Y mis labios sabían cómo explicarle todo lo que mi pecho ya no podía sostener.

Cuando nos separamos, ella respiró hondo. Miró el cielo, luego sus pies, y luego a mí.

—Ya… ya está algo tarde —murmuró, con una vocecita que parecía pedir perdón por tener que decirlo.

—Te llevo —dije, sin dejarla terminar. No iba a dejarla ir sola. No esa noche. No después de esto.

Salimos del salón. La noche estaba más fría de lo que recordaba, pero no me importó. En el parqueadero, ahí estaba: mi moto. Brillando bajo las luces.

Isa la miró como si fuera un dragón dormido.

—¿Vas en eso? —preguntó, levantando una ceja.

—Tranquila, no va a despegar —respondí, sacando los dos cascos. —Suerte que traje uno de repuesto. —y le dí uno de los cascos.

Se subió. Con una mezcla de nervios y risa. Apenas encendí la moto, me abrazó por la espalda.

Sentí sus brazos rodearme.

—Es solo para no caerme… ¿está bien que te abrace? —preguntó, con esa dulzura que me desarma.

Sonreí. Imposible no hacerlo.

—Si no lo haces, me caigo yo —le respondí.

Apretó un poquito más. Su mejilla se apoyó en mi espalda. Y entonces entendí que no tenía ni idea de quién estaba siendo esa noche, pero me gustaba.

Era como si con ella… todo mi sistema operativo se reiniciara. Como si por primera vez no me diera miedo sentir.

La llevé a casa.

Ninguno habló mucho en el camino. Solo el rugido de la moto y el latido de mi corazón marcaban el ritmo.

Al llegar, se bajó con cuidado. Me devolvió el casco. Se quedó parada frente a su casa, con la llave en la mano y una sonrisa tímida que no sabía si quedarse o salir corriendo.

—Gracias por… todo —dijo en voz bajita.

Asentí. Quería decirle que gracias a ella por existir, pero mis labios seguían un poco en shock por lo que acababan de vivir.

Isa bajó la mirada al suelo, jugueteó con el cierre de su bolso y de pronto, levantó la cabeza.

—Cierra los ojos —susurró.

Parpadeé.

—¿Qué?

—Solo… ciérralos, pesado.

Obedecí. No sé por qué. Pero lo hice.

Y entonces, lo sentí.

Un roce.

Tierno. Suave. Apenas un toque. Un pequeño pico.

No un beso. No como los de antes.

Fue más inocente. Más chiquito. Pero también… más poderoso.

Abro los ojos justo para verla entrar a su casa corriendo, con una risita nerviosa que me atravesó el pecho como una descarga eléctrica.

Me quedé ahí, parado. Con las llaves en la mano, sin moverme.

Y por primera vez en mucho tiempo, lo pensé sin miedo:

Estoy jodidamente enamorado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.