Ella: a través de mis ojos

NO TENÍAS QUE… PERO LO HICISTE

El día siguiente al llavero fue…
complicado.
Porque no paré de pensar en ella.

La tenía grabada en la cabeza con su vocecita diciendo “solo lo vi y pensé en ti”.
Y esa sonrisa que puso cuando se apenó…
esa sonrisa de niña chiquita que le sale cuando se pone nerviosa… me desarma.

No podía dejarlo así.
Tenía que devolverle ese gesto, no por compromiso, sino porque me nació.
Porque quería.

Ese miércoles lo esperé con más ganas que cualquier otro.
Y cuando la vi bajando las escaleras con su mochila y ese suéter grande que casi siempre usa cuando quiere estar cómoda, supe que ese momento tenía que ser especial.

Guardé el regalo en el bolsillo interno de mi chaqueta.
No era gran cosa.
Pero me esforcé.

Había escrito unas palabras en un papel, recortado con cuidado, doblado en tres partes, como si fuera una nota secreta.
Y lo acompañé con un brazalete sencillo, negro con un pequeño dije dorado en forma de mariposa.

Porque aunque ella no lo sepa,
para mí es eso:
una mariposa que no tiene idea de lo mucho que embellece el lugar en el que está.

La busqué en el primer descanso.
Ella ya me había dicho que en los miércoles solía estar por un rinconcito del colegio cerca al laboratorio de biología, donde casi nadie pasaba porque quedaba entre dos bloques.

Ahí estaba.
Sentada sobre el muro bajito, mirando el cielo.

Sus ojos brillaban como si escondieran ideas infinitas.
Y cuando me vio acercarme, esa sonrisa…
Dios.
Esa sonrisa.

—Hola, Ian —dijo, bajando la mirada con ese tono dulce que siempre pone cuando no sabe qué decir.

—Tengo algo para ti —dije sin darle muchas vueltas, y le extendí la mano con la notita doblada y el brazalete encima.

Ella lo miró sorprendida.
Sus ojitos se abrieron un poquito más, y la sonrisa le cambió: se volvió más suave, más temblorosa.
Más tierna.

—¿Para mí?

—Obvio. ¿A quién más le haría pulseras y cartas como un bobo?

Ella rió, bajando la cabeza mientras lo tomaba entre sus manos.

—Ian… que vergüenza... no tenías que…

—Sí tenía —la interrumpí—. No sabes lo que significó ese llavero para mí.

—Pero… no quería que te sintieras presionado. Perdón si fue mucho. Yo solo quería que...

Se detuvo.
Y tragó saliva.

—Quería que supieras que eres especial para mí.

Sus palabras me sacaron el aire.
No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo.
Porque lo soltó con una mezcla de miedo y valentía, como si la frase viniera directamente de su corazón sin pasar por un filtro.

Y yo…
no dije nada.

Solo me acerqué, con el corazón latiendo más fuerte de lo normal, y la abracé.
Así, sin más.

Mis brazos alrededor de su espalda.
Su cabeza bajita contra mi pecho.
El murito como testigo.

Se quedó quieta por un segundo, como si no supiera qué hacer.
Pero luego me devolvió el abrazo.
Lento. Con confianza. Con ese calorcito que solo ella sabe dar.

—Gracias —susurró.

Y yo sentí que con esa palabra me arreglaba la vida.

Estuvimos así un buen rato.
Sin hablar.
Solo respirando el uno cerca del otro.
Sintiendo esa calma que uno no encuentra en cualquier parte.

En un momento más tranquilo para ella, agarre la pulsera y se la coloqué con cuidado sin apartarme mucho de ella.

Y justo cuando pensé que el momento no podía ser más lindo,
ella se levantó un poquito.

Y, con una valentía tímida,
me dio un besito en la mejilla.

Uno suave, delicado, que duró apenas un segundo.
Pero que me dejó el corazón estallando.

—Era de agradecimiento —dijo rápido, sonrojada, bajando la mirada con vergüenza.

Y yo solo sonreí como un tonto, sintiendo que ese día no necesitaba más.

—No lo olvides nunca —le dije—. No estás presionando nada.
Me gusta esto.
Me gustas tú.

Ella soltó una risa bajita, temblando un poco.
Y me agarró del brazo como si fuera lo único firme en el mundo.

En ese rincón,
ella y yo
éramos una historia que se escribía sin prisa, pero con todo el corazón.




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