Ella: a través de mis ojos

PARA QUE SEAS MÍA… Y YO, TUYO

Pasaron algunos meses desde ese día del llavero.
Desde ese primer beso en la fiesta.
Desde las miradas que lo decían todo sin decir nada.

Y aunque no éramos “oficiales”, todos lo sabían.
Nos buscábamos.
Nos cuidábamos.
Nos mirábamos como si el mundo no existiera más allá de esos segundos en los que los ojos se cruzaban y el pecho se encogía.

Pero yo ya no podía más.

No podía seguir besándola con el miedo de no saber si era mía.
No podía seguir abrazándola con esa vocecita en la cabeza que preguntaba:
“¿y si alguien más la hace sonreír así?”

Por eso, un viernes, la invité a salir.
No quería nada extravagante.
Solo un plan bonito. Sencillo. De esos que se recuerdan por lo que se siente, no por lo que se gasta.

La pasé a buscar en la tarde.
Estaba con un jean clarito, unas baletas blancas, una blusa de tiras color crema y una chaqueta de jean que a veces se caía un poco de sus hombros.

Y el cabello suelto.
Con ondas.
Y esa sonrisa que me ha hecho querer vivir en bucle.

—¿Lista? —le pregunté mientras me bajaba de la moto.
—Siempre —respondió, bajando la mirada con una timidez que me derritió.

Fuimos a un parque grande, de esos con árboles inmensos, niños jugando, familias caminando y perros que siempre se meten en los charcos.

Compramos helado.
Ella pidió uno de chicle con masmelos.
Yo uno de café.
Y cuando le di una cucharada del mío, hizo una mueca como si hubiera probado veneno.

—¡Eres un señor, Ian! ¿Quién pide helado de café?

—Al menos no pedí chicle rosado.

—¡Eso es delicioso! Literal, sabe a infancia feliz.

—Sabe a caries.

Ella soltó una carcajada tan fuerte que varios se nos quedaron viendo.
Y juro que me sentí el tipo más afortunado del mundo por ser yo quien la hacía reír así.

Caminamos.
Mucho.

Ella hablaba de todo: de su semana, de una serie que estaba viendo, de una señora que se parecía a su abuelita.
Y yo… escuchaba.
Porque me encantaba escucharla.
Cada palabra suya era como un poema con acento dulce.

Pero yo estaba raro.
Más serio de lo normal.
Tenso.

Y ella, por supuesto, lo notó.

—¿Estás bien? —me preguntó sentándose en una baranda frente a un lago artificial del parque.

—Sí. Es solo que…

No sabía cómo decírselo.
No sabía si era el momento, aunque todo en mí gritaba que sí.

—¿Vas a confesar que también te gusta el helado de chicle?

Ella lo dijo con una sonrisa pícara, buscando sacarme una risa.
Y lo logró.
Me reí.

Pero luego la miré.
Fijo.
En silencio.

Y ella… dejó de bromear.
Porque entendió que algo pasaba.

Y yo, simplemente, no me aguanté más.

Me acerqué.
Y le di un beso.

Uno lento, suave, que sabía a todo lo que había guardado durante semanas.
Sus labios me temblaban un poquito, y los míos iban con cuidado, como si la besara por primera vez.
Como si tuviera miedo de que ese momento no volviera jamás.

Nos separamos.
Ella bajó la mirada, sonrojada, sus dedos jugando con las mangas de la chaqueta.

Y yo respiré hondo.
Con el corazón galopando.

—Ese… fue el último beso que te doy.

—¿Eh? —me miró, confundida y preocupada—. ¿Por qué…?

Saqué una cajita pequeña del bolsillo de mi chaqueta.
La abrí.

Un anillo sencillo, dorado, con una piedrita azul diminuta.
Delicado. Como ella.

—Porque quiero que los próximos besos…
los dé mi novia.

Ella se quedó sin palabras.
Sus ojos se abrieron grandes y brillaron como estrellas.

—¿Ian…?

—Quiero que seas mía, Isa. De verdad. Completa.
Quiero que seas mi novia.
Quiero besarte sin miedo.
Quiero abrazarte sabiendo que eres mía.

Dije eso último con la voz más firme y ronca que me salió.
No porque lo practicara.
Sino porque me nació así.
Crudo. Sincero.

Ella se tapó la boca.
Sus mejillas estaban encendidas.
Y su respiración temblaba.

—Sí —susurró al fin—. Sí, quiero ser tu novia.

Yo sonreí como un tonto.
Le puse el anillo en el dedo.
Ella lo miró con ternura infinita.

Y entonces, con una vocecita entre nerviosa y feliz, me preguntó:

—¿Y tú… por fin ya eres mío?

Esa pregunta me dio en el pecho.
No por la duda.
Sino por lo que significaba para ella que yo lo dijera.

Me acerqué, con la sonrisa más abierta que he mostrado en años, y le respondí bajito, cerca de su oído:

—Lo he sido desde que te ví, Isa.

Y cuando nos besamos esta vez, fue distinto.
Fue como si el mundo supiera que ahora sí, por fin,
ella era mía.
Y yo…
de ella.

Isa era mi novia, y yo no podria ser más feliz con eso.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.