Ella: a través de mis ojos

NO QUIERO QUE CAMBIES… SOLO QUIERO APRENDER A MERECERTE

Llevábamos ya varios meses juntos.
El tiempo había pasado entre clases, risas, caminatas por el colegio, salidas sencillas y tardes que se sentían eternas en el mejor de los sentidos.
Y sí, ya todos sabían lo nuestro.

No hubo necesidad de anunciarlo.
Nos bastaba con mirarnos para que todo el colegio entendiera que Isa era mía.
Y yo… bueno, yo seguía aprendiendo a no asustarme por eso.

Todos lo notaban.
Nuestros amigos decían que dábamos ternura, que hacíamos buen equipo, que incluso yo, el más serio de todos, me veía más humano cuando estaba con ella.

Y no les faltaba razón.
Isa tenía ese efecto en mí.
Me enseñaba a sonreír con ganas, a hablar con más suavidad, a tener paciencia…
Me enseñaba a querer y dejarme querer.

Pero no siempre era fácil.

A veces, cuando Isa se me acercaba sin avisar, con esa dulzura que desbordaba de su piel, me congelaba.
No porque no quisiera que lo hiciera.
Sino porque no sabía cómo reaccionar.

Era raro.
Era como si cada gesto de amor suyo me desarmara, pero en vez de reaccionar con ternura, yo me bloqueaba.
Como si una parte de mí no supiera cómo sostener tanta calidez.
Como si en el fondo me preguntara cada vez: “¿Yo merezco esto?”

Ese día, un martes cualquiera, Isa llegó como siempre: con esa sonrisa chiquita, la mochila medio colgando, y una energía que se contagiaba.
En el primer descanso, se acercó a mí con un chocolatito en la mano.

—Te lo traje —me dijo con esa voz suavecita—. Estaba pensando en ti y me acordé de que te gustaban estos.

Se refería a los que tienen galleta adentro. Mis favoritos.
Yo los tomé, le sonreí apenas, y le hice un gesto con la cabeza.
Pero no la abracé.
No le dije nada.
No le devolví ni una caricia.

Y ella…
Solo sonrió, bajó la mirada, y dijo que tenía que ir a dejar un cuaderno.
Me dio un beso en la mejilla y se fue.

Pero vi su espalda.
La manera en la que se fue caminando, lento.
Los hombros un poco caídos.

En la salida, ella me esperaba como siempre, pero no estaba tan alegre.
Caminamos juntos hacia el lugar de siempre, ese rinconcito del patio donde el sol pegaba justo como a ella le gustaba.

Nos sentamos.

Ella no decía mucho.
Jugaba con las mangas del saco.
Se pellizcaba los dedos como si estuviera decidiendo si hablar o no.

Hasta que lo hizo.

—Ian… —dijo bajito, sin mirarme directamente—. ¿A ti… te gusta cómo soy?

Esa pregunta me descolocó.

—Claro que sí, Isa. ¿Por qué lo preguntas?

Ella dudó. Tragó saliva. Sus ojos brillaban, no como cuando sonreía, sino como cuando se aguantaba las lágrimas.

—Es que… a veces siento que te incomoda cómo te demuestro cariño —confesó, con una culpa en la voz que me rompió el pecho—. Y no quiero que te sientas presionado por cómo soy. No quiero que te sientas obligado a nada.

—Isa… —quise interrumpir, pero ella levantó una mano, con delicadeza, para continuar.

—Lo digo porque… yo soy así. No sé amar de otra forma. No sé estar sin dar todo de mí. Pero me duele cuando pareces indiferente, cuando siento que… que estoy sola en lo que siento. No porque no me quieras, sino porque no sé si te gusta recibir todo esto.

Me quedé en silencio.
Con la garganta hecha nudos.
Ella suspiró.

—Solo quiero saber si soy yo la que tiene que cambiar para que tú estés feliz…

En ese instante…
todo se me vino encima.
Su ternura, su entrega, su forma de amar con tanto cuidado…
Y mi maldita torpeza para corresponderle como se merece.

—Isa, no —le dije, poniéndome frente a ella, tomándola de las manos—. No digas eso. No eres tú. Nunca has sido tú.

—Entonces, ¿por qué a veces siento que me frenas? ¿Que algo en ti se cierra?

Yo tragué saliva.
Sentí la presión en el pecho.
El miedo.
La vergüenza.

—Porque no sé recibir tanto amor, Isa…
Porque no estoy acostumbrado. Porque no me enseñaron.
Y tú… tú das tanto que a veces me siento incapaz de estar a la altura.
Me da miedo decepcionarte.
Miedo de no ser suficiente para ti.

Ella me miraba con ojos grandes, vulnerables.
Temblando.
Quizás pensando que le iba a decir que esto no podía seguir.

—Pero quiero aprender —continué—. Quiero aprender a no cerrarme, a responderte, a abrazarte cuando tú me buscas, y no quedarme quieto como un imbécil. Quiero aprender a decirte más cosas lindas, a que sepas que yo también me muero por ti.

Ella bajó la mirada, con lágrimas en los ojos, y negó con la cabeza.

—No quiero que cambies tu forma de ser por mí.

—No es por ti. Es por mí. Por nosotros.
Quiero crecer. Quiero ser mejor. No por obligación, sino porque… tú me haces querer serlo.
No me pidas que no lo intente, Isa. Porque si tú no me das miedo, perderte sí me lo da.

Ella soltó una risita entre lágrimas.
Y luego me abrazó fuerte.
Con esa ternura que solo ella tiene.

—No te voy a soltar, ¿sí?

—Más te vale —le susurré al oído—. Porque no pienso soltarte tampoco.

En ese abrazo, sentí algo distinto.
Una calma. Una certeza.
Una promesa silenciosa de que, aunque no lo hiciera perfecto, iba a dar todo de mí.

Porque ella no merecía dudas.
Merecía certezas.
Y lo más importante…

Merecía saber que no debía cambiar nada.
Que ya era perfecta siendo exactamente como era.
Isa.
Mi Isa.




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