No voy a mentir.
El día que Isa me miró con esa mezcla de duda, miedo y ternura, algo se rompió en mí.
No fue ella.
Fui yo, dándome cuenta de todo lo que tenía y de lo fácil que era arruinarlo si seguía siendo ese idiota que no sabía expresar lo que sentía.
Desde entonces, empezó mi trabajo.
Uno silencioso, casi secreto. Pero constante.
No para cambiar quién soy, sino para romper lo que me impide mostrar cuánto la amo.
Porque sí, la amo.
Y con cada semana que pasa, con cada día que ella me sonríe, con cada vez que me llama “pesado” y se ríe como si tuviera cinco años, lo siento más fuerte.
Isa me tiene. Completamente.
Así que me propuse demostrarlo.
No con flores, ni con cosas gigantescas…
Sino con lo que yo podía darle. Con lo que sé que ella valora más que cualquier otra cosa: tiempo, atención, detalles, presencia.
1. Las frases.
Comencé por ahí.
Le mandaba notitas en sus libros, escondidas entre hojas, con frases que decía en mi cabeza pero nunca me atrevía a soltar en voz alta. Cosas como:
—"Me encanta cómo haces que mi día empiece mejor solo con verte."
—"Gracias por existir con tanta dulzura en un mundo tan rudo."
—"Tus ojitos cuando me ves después de clase… son mi parte favorita del día."
Ella me descubría a veces, me miraba sonrojada y yo me hacía el que no sabía nada.
Pero luego ella sonreía diferente.
Y yo sabía que valía la pena.
2. Las miradas.
Antes no era de mirar mucho. Me costaba.
Pero con Isa aprendí que a veces un silencio con mirada sincera es mejor que cualquier discurso.
La buscaba con los ojos en los descansos.
En los pasillos, desde otros salones, entre multitudes.
Y cuando cruzábamos miradas, le sonreía.
Una sonrisa chiquita, torpe… pero mía. Solo para ella.
Un día, se me acercó y me dijo bajito:
—Tus ojos me dicen cosas más bonitas que tus labios.
Y ese día, supe que estaba entendiendo el lenguaje que ella hablaba.
3. Las acciones.
Empecé a notar qué cosas le costaban.
Por ejemplo, cargar su carpeta de arte.
Así que llegaba antes que ella a clase de pintura, la tomaba sin decir nada, y se la dejaba en su lugar.
Ella lo notaba.
Me miraba como si no entendiera cómo era posible que alguien tan “indiferente” como yo recordara algo tan tonto como eso.
Pero para mí, no era tonto.
Era ella.
Y todo lo suyo me importaba.
Una vez le dejé una botella de agua con una notita que decía:
—“Tómate esto. Necesito que sigas brillando.”
Y me miró como si acabara de regalarle el cielo.
4. Las caricias.
Este fue el paso más difícil.
No porque no quisiera tocarla. Sino porque no quería hacerlo mal.
No quería que sintiera que me acercaba por impulso o necesidad.
Quería que sintiera que cada caricia tenía intención. Amor. Seguridad.
Entonces empecé a tocarla con más naturalidad.
Primero la mejilla, con el dorso de los dedos, cuando ella se reía o se apenaba.
Luego su cabello, cuando se acurrucaba a mi lado en los descansos.
Después, la cintura.
Un día, ella iba caminando entre muchos en el colegio y me perdí entre la gente, así que puse mi mano en su cintura para guiarla con suavidad.
Ella se volteó sorprendida, y yo creí que me iba a alejar.
Pero en cambio…
Ella me tomó la mano, la mantuvo ahí.
Y no dijo nada.
Solo sonrió.
5. Los momentos solo para ella.
Comencé a planear pequeñas escapadas.
Cosas tontas, como:
—Ir a comer empanadas al parque que a ella le gusta.
—Poner una playlist con canciones que me recuerdan a ella.
—Escribirle un mensaje todos los días, incluso si fuera uno cortito, para que supiera que me acordaba de ella.
Una vez le llevé un dulce que vendían solo en el centro y que ella había mencionado una sola vez.
Cuando se lo di, ella parpadeó un par de veces.
—¿Cómo te acordaste?
—Porque tú te mereces que me acuerde de todo.
Me abrazó tan fuerte que sentí que su corazón estaba hablándome directo al pecho.
6. Los “te quiero”.
No era fácil decirlos.
No porque no lo sintiera.
Sino porque decirlo significaba aceptar lo frágil que me hacía sentir.
Pero ella…
ella lo decía con tanta honestidad, con tanta libertad, que me enseñó a hacerlo también.
Así que cada vez que podía, se lo decía.
En medio de una conversación.
En un susurro.
Con la mirada clavada en la suya.
—Isa, te quiero.
Y cuando ella respondía con ese brillo en los ojos…
yo sabía que todo estaba valiendo la pena.
Ahora…
después de todo ese tiempo, después de todo ese esfuerzo, Isa es más ella que nunca conmigo.
Y yo…
soy más yo de lo que jamás fui.
Ella ya no me pide permiso para abrazarme.
Ya no me pide perdón por ser tierna.
Y yo ya no me paralizo.
La abrazo con fuerza.
La beso con calma.
Le acaricio el rostro como si en mis dedos llevara el mapa de su alma.
No soy perfecto.
Sigo metiendo la pata.
Sigo sin saber qué decir a veces.
Pero estoy aquí.
Presente.
Atento.
Viviendo este amor que al principio creí que me iba a tragar, y ahora… me está salvando.