Me quede en blanco, quieta, con el celular entre los dedos, sintiendo que el corazón me latía hasta en la garganta. Después, actué por instinto: metí en el morral los cuadernos, los apuntes, el computador, los trabajos impresos, todo lo que pudiera demostrar que no había hecho trampa.
Gabriel me vio en el comedor, con las manos temblando mientras cerraba la cremallera.
— ¿Qué pasa? — preguntó, preocupado.
— Me llamaron del área académica. Dicen que hay un malentendido.
— Te acompaño.
Asentí, sin discutir. Sentía que si abría la boca iba a vomitar los nervios.
En la puerta del bloque me dijeron que él no podía pasar. Lo vi quedarse atrás, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Yo entré sola.
Al otro lado me esperaban cinco personas: la decana, el coordinador y tres profesores. Todos con cara de “sabemos lo que hiciste”. Me pidieron que dejara sobre la mesa mis materiales. Fui sacando uno por uno: el portátil, el celular, los cuadernos, incluso los resaltadores. Me senté frente a ellos con las manos entrelazadas para que no se notara el temblor.
— Señor Montenegro — empezó la decana, con tono medido pero implacable, — hemos recibido una denuncia formal presentada por un estudiante. Según el informe, usted ha estado grabando las clases completas y compartiendo ese material con otra persona. Sabemos que ha obtenido las mejores notas del semestre, y precisamente por eso este asunto es tan grave. Una acusación de fraude académico contra un estudiante destacado no puede pasarse por alto.
Sentí un vacío en el pecho, como si todo el aire se hubiera ido de golpe. Las manos me sudaban, y tuve que apretarlas bajo la mesa para que no notaran el temblor.
— No existen pruebas concluyentes todavía — añadió el coordinador, — pero una denuncia de tal magnitud debe investigarse.
Tragué saliva. Pensé rápido. No podía negarlo porque lo podían comprobar.
— Sí, grabo las clases. Es un método de estudio. Me ayuda a repasar lo que se vio y entender mejor los temas.
El coordinador me observó con expresión impenetrable.
— ¿Y también las comparte?
— A veces — dije, con la voz baja. — Con mi hermana. Ella es muy inteligente y, al principio, me ayudaba con algunos temas. Después se interesó por las clases y empezamos a intercambiar apuntes y grabaciones. Pero no estoy filtrando información privada ni obteniendo ventajas indebidas.
Una profesora levantó una hoja impresa mientras el coordinador revisaba mi computador portátil. El clic del mouse sonó como un reloj marcando mi sentencia. Pasaban los videos, las carpetas, los documentos, todo lo que tenía ahí dentro. Yo observaba cada movimiento con el corazón al borde del colapso.
— En el equipo encontramos varias grabaciones completas de clase — dijo el coordinador sin levantar la vista. — Y además, registros de un chat con un contacto llamado Celeste 2.
Mi respiración se atascó en el pecho.
— Así le puse a mi hermana — expliqué, procurando sonar tranquilo. — Somos mellizos, muy parecidos físicamente. Yo siempre bromeo con que ella es la “versión dos”. — Tome aire — Como mencioné antes — añadí con voz firme, — comparto el material con ella. Le gusta aprender y me ayuda a repasar. No hay ninguna norma que lo prohíba.
El silencio fue largo. Podía oír mi propio pulso en los oídos. Uno de los profesores hojeaba mis apuntes, otro copiaba algo en un formulario y, la decana mantenía los ojos clavados en mí, buscando grietas.
Luego hablaron entre ellos y finalmente habló despacio, midiendo cada palabra:
— El caso será revisado a profundidad. Conservaremos copia de los videos, fotografías del chat y de sus apuntes. Además, verificaremos las grabaciones de las cámaras durante los parciales, para comprobar que no haya existido ninguna conducta irregular.
— Por ahora, queda bajo observación. Se le prohíbe grabar clases o utilizar con dispositivos electrónicos en estas. — dijo finalmente el coordinador.
Sentí que la sangre se me iba a los pies. Pero lo peor vino después.
— También citaremos a su hermana, Celeste Montenegro, para que brinde su testimonio —concluyó.
Me quedé inmóvil. Por dentro, todo se me congeló.
Asentí apenas, intentando no dejar ver el temblor en mis manos.
— Entiendo — murmuré.
Cuando me devolvieron mis cosas, mis dedos estaban helados. Guardé los cuadernos, el computador, el celular, todo, como si el simple contacto con ellos pudiera delatarme. Salí del salón sintiendo que cada paso pesaba una tonelada.
Afuera, Gabriel seguía esperándome.
— ¿Qué pasó? — preguntó al verme.
— Estoy bajo observación. Van a revisar unas cosas — Le conté todo lo que habían dicho.
— ¿Y eso es malo?
Lo miré un segundo.
— Depende — dije al fin. — Si tengo suerte, solo será una confusión. Y si no... bueno, ya te contaré desde la cárcel.
Él se rio, sin notar que yo no lo decía en broma.
Salimos del edificio. Él caminaba a mi lado, hablando sin parar, pero yo apenas lo escuchaba. Sentía que el corazón me iba a salir por la boca. La cabeza me daba vueltas, las manos me sudaban y, en mi garganta había un nudo imposible de tragar.
— No te preocupes — dijo llamando mi atención, — no hay nada grave. Si revisan todo y no encuentran irregularidades, te dejan tranquilo. Además, lo de tu hermana… no me parece tan malo.
Lo miré, sin poder articular palabra.
— ¿Qué? — pregunté, apenas con voz.
— Que sería bueno que viniera — sonrió, como si hablara de un encuentro cualquiera. — Si ella puede venir, seguro aclara todo.
Intenté sonreír, pero me salió una mueca. Me ardía el pecho. Si “Celeste” venía, todo se acabaría.
Mi mente corría sin dirección. No sabía qué hacer, a quién llamar, cómo explicarlo. Solo sabía que Dante seguía en rehabilitación, aún en silla de ruedas, y que yo no podía hacerme pasar por los dos.
No le respondí.