Ella en él

Capítulo 14 Frente a Gabriel

Dicen que el amor fraternal es tan fuerte que uno haría lo impensable por su hermano. Que cruzarías el mundo, mentirías sin parpadear, fingirías una vida entera… incluso, te lanzarías por unas escaleras mal diseñadas solo para protegerlo.

Así que fingir una fractura no era nada.

Era de noche y, el campo deportivo estaba más iluminado que el edificio de administración. Un partido entre las selecciones de las facultades había convocado a medio campus, Gabriel, como siempre, era el centro de atención. Brillaba como si lo hubieran sacado de un comercial de hidratantes con testosterona. El sudor le caía por la frente, el número en su camiseta destacaba cada músculo, y cada vez que tocaba el balón, había gritos, silbidos y gente grabando como si fuera una celebridad.

Yo, mientras tanto, me preparaba para protagonizar mi propio espectáculo.

El plan era simple: fingir una caída que justificara una lesión, aprovechar que la enfermería no funcionaba a esa hora (bendita burocracia universitaria), y así salir del campus con una excusa creíble para ir a recoger a Dante en la estación sin levantar sospechas.

— Vamos, Celeste.

Me situé en el punto ciego exacto del bloque tres, donde no hay cámaras y la escalera parece diseñada por un arquitecto borracho: angosta, de cemento resbaloso y con una baranda floja. Maravillosa para mi propósito.

Me preparé como quien va a hacer una audición de telenovela: cara de sufrimiento, tensión corporal y, una pierna ligeramente adelantada como sacrificio a los dioses del drama.

Y entonces… lo hice.

Me lancé.

No rodé como las actrices profesionales. No. Yo tropecé de una forma tan torpe y antinatural que pareció una mezcla entre salto artístico y ataque epiléptico. Di un medio giro, choqué contra el pasamanos, solté un grito que sonó como un gallo siendo atropellado y caí sentada con tal fuerza que escuché un “¡auch!” que ni siquiera fue mío.

— ¡AY, MIER…DA!

No fue actuación. Me dolió. Mucho.

Las personas corrieron en mi dirección. Alguien corrió a llamar ayuda. Gabriel apareció entre la multitud, con la camiseta empapada de sudor y la cara desencajada.

— ¿Dante? ¿Estás bien? ¿Qué pasó?

— ¡La escalera! — gemí. — ¡Me atacó! ¡Se movió sola! — jadeé. — Se vengó de mí. Creo que escuchó que dije que era fea.

Él frunció el ceño. Se agachó junto a mí y me examinó con sus manos cálidas, con esos dedos que claramente no sabían lo que hacían, pero se esforzaban.

— No parece torcido — murmuró, mirándome el tobillo con atención. — Pero estás temblando…

— Es el shock… — dije con voz temblorosa.

— No te muevas — ordenó, con tono serio. — Mierda… ¡Necesitamos llevarte a urgencias!

— La enfermería está cerrada — musité. — No hay nadie a esta hora…

— Entonces te saco yo.

— ¿Qué? No, espera, no hace falta…

No terminé de hablar cuando Gabriel ya me estaba levantando como si fuera una damisela en apuros y él el príncipe.

— ¡Gabriel! ¡Me puedes soltar! ¡No soy Rapunzel!

— Te caíste por unas escaleras — dijo, con la mandíbula apretada.

No me soltó. Ni un poquito. Y claro, los testigos no ayudaban. Un grupo de chicas del bloque de Derecho gritaba “¡Ay, qué tiernooo!” como si esto fuera una escena de novela turca y, un tipo random con una voz muy parecida a Daniel, gritó “¡Ese man se va a casar contigo, parce!”

Por un momento, lo admito, me derretí. Su pecho latía rápido. Olía a sudor, a pasto recién pisado y a ese maldito perfume que siempre me dejaba débil. Pensé: esto es romántico. Como de película.

Y entonces recordé a Dante, volviendo a clases con la reputación de ser el tipo que fue sacado en brazos por otro hombre, mientras el campus entero gritaba cosas como “¡qué viva el amor moderno!”

Pero bueno, estoy segura de que él entenderá.

Gabriel, en cambio, seguía firme, cruzando el campus como si llevarme así fuera lo más normal del mundo. Al llegar a la portería, habló con seguridad.

— Tuvo una caída en las escaleras del bloque tres. La enfermería está cerrada, así que lo llevo al hospital. Ya pedimos un taxi.

— ¿Está consciente? — preguntó el vigilante, asomándose.

— ¡Sí! — respondí, alzando la mano.

Me subieron al taxi como si fuera un mueble caro, y compañero se metió conmigo, cerrando la puerta sin preguntarme si quería compañía.

— No tenías que venir…

— No iba a dejarte solo — respondió, serio, como si fuera un contrato legal. — No tienes cara de saber explicar síntomas.

Bufé.

En el hospital, me atendieron rápido. Tal vez porque llegamos con cara de drama o porque Gabriel usó su voz de “exijo atención o demando al sistema completo”. No lo sé. Lo que sí sé es que, cuando me preguntaron si me dolía algo más, me adelanté:

— Solo el pie. El derecho. No revisen nada más. Todo lo demás está perfecto. Saludable.

Gabriel me miró raro. El médico también. Pero nadie insistió.

Me mandaron a radiografía. No hubo fractura, pero el golpe me habia inflamado levemente la pierna y simulaba tener un dolor extremo.

— Vas a tener que usar esto al menos una semana — dijo el médico, entregándome las muletas como si fueran trofeos.

— ¿Una semana? — exclamé, intentando sonar indignada y no culpable. — ¿Está seguro?

El médico me miró por encima de los lentes con cara de “ni que me pagaran por mentir”.

— Si no sigues las indicaciones podrían ser tres semanas. Con suerte, en ese tiempo ya no sientes dolor.

Mi alma aplaudió por dentro.

Tres semanas. Justo lo que necesitaba para que Dante terminara el semestre sin que nadie se enterara del cambiazo. Perfecto.

Salimos del hospital poco después, con el recibo en la mano y la pierna palpitando. La noche estaba avanzada y, la portería del campus ya había cerrado. Nada de regreso a la residencia.

— No podemos volver — dije, fingiendo fastidio mientras en realidad sentía que todo iba de acuerdo al plan.




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