El corazón me retumbaba tan fuerte que por un momento pensé que el piso se movía. No era un temblor. Era él.
Gabriel.
Su silueta se recortaba entre la gente como si todo el mundo alrededor se hubiera detenido solo para que yo lo viera llegar. Alto, con esa caminata segura, el ceño ligeramente fruncido, las manos en los bolsillos. Se acercaba… y cada paso suyo me ponía los nervios al borde del colapso.
Era la primera vez que me iba a ver como yo. Como Celeste.
Y juro que por un momento deseé que una grieta se abriera bajo mis pies y me tragara entera.
Me acomodé el cabello por quinta vez en menos de dos minutos. El labial seguía intacto, el cárdigan bien puesto, el perfume haciendo su trabajo. Nada muy exagerado. Solo lo justo para que nadie pensara en Dante Montenegro. Excepto, tal vez… yo. Porque me sentía tan vulnerable que no sabía si era yo o una versión desarmada de mí misma.
Gabriel se detuvo a un par de metros.
Nos miró.
Primero a mí. Luego a Dante. Después volvió a mí.
No dijo nada.
Solo nos miró.
Y fue ahí, en ese silencio que se me hizo eterno. Sentí cómo su mirada se detenía en mi rostro. Era como si tratara de encajar piezas, de confirmar algo que no podía explicar. Y yo… yo iba a explotar. El pecho me latía como si tuviera a veinte tambores ahí adentro. La cara me ardía. Las manos me sudaban. Tenía que hacer algo. Lo que fuera.
Así que abrí la boca.
Y solté la idiotez más descarada que se me ocurrió:
— Eres más guapo en persona… Las fotos no te hacen justicia.
Sí. Lo dije. Y lo sostengo. Aunque me hubiera encantado que la tierra me tragara después.
Dante me miró como si me hubiera fumado algo. Pero Gabriel…
Gabriel ladeó la cabeza.
Sonrió.
Y por alguna razón, eso me tranquilizó… un poquito.
Di un paso adelante, lo tomé del brazo con fingida confianza (porque si no me sostenía de algo, me iba a caer de los nervios), y solté:
— ¿No vas a decir nada? ¿O te dejé sin palabras?
Gabriel arqueó una ceja, como si mi atrevimiento le causara más gracia que molestia.
— Son casi idénticos — dijo al fin, observándonos con atención mientras sus ojos recorrían nuestras caras como si estuviera resolviendo un acertijo. Luego miró a Dante. — Pero tú estás más alto.
— Eso es trampa — intervine yo de inmediato, sin soltarle el brazo.
Gabriel soltó una pequeña carcajada, de esas que no son ruidosas, pero que le iluminan la cara.
Y ya está. Perdí el control.
Porque cuando Gabriel se ríe así, genuino, mi cerebro entra en modo “verborrea incontrolable”.
— Además, no creas que la altura le da puntos extra. Yo soy más ágil. Reflejos de gato. Y ni hablar de carisma, porque si esto fuera un concurso, ya habría ganado por voto popular.
— ¿Así o más modesta? — preguntó, con esa media sonrisa que me desarma.
— La modestia está sobrevalorada — dije, alzando el mentón. — Y tú… deberías dejar de mirarnos como si fuéramos el antes y después de una serie de Netflix.
Gabriel soltó otra risa.
Se acercó un poco más, tan cerca que sentí su olor: a limpio, a colonia fresca y a ese aroma maldito que siempre me hacía olvidarme de todo lo racional.
— Soy Gabriel — dijo finalmente, tendiéndome la mano con naturalidad. — El único amigo decente que tiene tu hermano.
Me quedé un segundo en silencio, como si mi cerebro acabara de hacer clic.
¡Claro!
Se supone que nos estamos conociendo.
Perfecto, Celeste. Diez puntos por olvidarte de lo básico.
Tomé su mano enseguida, intentando componerme con una sonrisa que ocultara el desastre emocional que era por dentro.
— Celeste — dije, apretándole los dedos un poco más de lo necesario. — La hermana menor, pero mucho más interesante.
Le guiñé un ojo. Porque si ya iba a desmayarme por dentro, al menos que fuera con estilo.
Dante resopló al lado, como si estuviera presenciando un show de mal gusto.
— ¿Quieren sentarse y les traiga café mientras tanto?
Gabriel se giró con tranquilidad, como si el comentario no lo afectara. Lo sostuvo del brazo con cuidado y empezó a ayudarlo a caminar. Yo caminé a su otro lado, pero no pude evitar mirar de reojo la forma en que Gabriel lo hacía: con firmeza, pero sin invadir. Con paciencia.
— ¿Quieren pasar a mi apartamento antes de ir a la universidad? — preguntó Gabriel con naturalidad. — Esta cerca del campus. Pedimos algo de comer. Te caerá bien después del viaje.
Dante asintió, pero lo hizo con esa cara de “me quiero morir, pero no lo voy a admitir frente a nadie”. Yo, en cambio, sonreí con entusiasmo fingido.
— ¿Descansar? ¿Comer? ¿En tu apartamento? Suena como una escena eliminada de un romance universitario con final feliz. Estoy dentro.
Gabriel soltó una risa suave, pero no respondió. Solo siguió caminando con mi hermano mientras yo los alcanzaba por el otro lado.
El trayecto fue corto, pero se sintió como una eternidad porque yo no podía dejar de hablar. Y no porque tuviera mucho qué decir, sino porque mi única estrategia para que Gabriel no notara nada raro era bombardearlo con palabras y sonrisas encantadoras. A ver si así mantenía su atención lejos del verdadero Dante, que apenas podía disimular lo mucho que le costaba caminar.
Subimos al apartamento. El aroma a café recién hecho seguía llenando el lugar.
— Tranquilo, ya casi — murmuré. — Solo unos metros más. Y después puedes desmayarte en el sofá y yo me encargo del resto.
— No me voy a caer — susurró él de vuelta, sin disimulo. Pero no se veía tan bien. — No quiero que te encargues de nada. Solo compórtate — gruñó entre dientes.
— Relájate. Estoy siendo encantadora. Gabriel está feliz. Mira cómo me mira. Estoy brillando.
— Estás delirando.
Ingresamos al lugar.
— Pónganse cómodos — dijo Gabriel.
Lo ayudé a recostarse sobre el sofá, tomé una manta del respaldo y se la puse encima.