Ella en él

Capítulo 18 La última oportunidad

Yo sabía que no debía estar enojada. Que tenía que mantener la cabeza fría, pensar con claridad, respirar hondo y todo ese discurso zen que me repetía a diario… pero no podía. No cuando nos estábamos jugando el pellejo.

Todo por una denuncia estúpida. Una sospecha. Un rumor. Una decisión que ni siquiera fue nuestra, sino del destino, del caos o del universo con humor retorcido.
Dante lo había dado todo. Se había partido el alma estudiando desde una cama, con el cuerpo adolorido y la mente saturada, y ahora podían quitarnos todo en cuestión de minutos.

Cerré los ojos un segundo. No quería llorar.

No delante de Dante. Ni tampoco de él.

Gabriel.

Estaba sentado a mi derecha, hablando con mi hermano como si nada, como si fuera una charla casual sobre el clima o fútbol. Pero yo lo sentía. Su atención no estaba en Dante. Estaba en mí. Cada vez que bajaba la voz, cada vez que sus ojos se deslizaban hacia los míos, lo confirmaba.

Y lo peor — o lo mejor, según cómo se mirara, — era que yo también lo buscaba. Su voz, su risa bajita, el calor de su brazo cerca del mío.

Dante estaba a mi izquierda, en su silla de ruedas. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y la expresión seria. No decía mucho, solo asentía. A veces se notaba que hacía un esfuerzo enorme por parecer tranquilo, pero yo lo conocía. Su mandíbula estaba tensa. Sus nudillos blancos.

Yo estaba en el medio. Literal y emocionalmente.

Entonces, sin previo aviso, sentí el roce.

Los dedos de Gabriel, apenas tocando los míos.

Un segundo. Tal vez dos.

Y luego lo hizo.

Entrelazó sus dedos con los míos.

Lo hizo con tanta suavidad que ni siquiera escuché mi corazón estallar, pero lo sentí.
Como si el mundo entero se detuviera solo para que yo pudiera memorizar ese instante.

No lo miré. No podía. Me habría derretido en la banca como helado al sol.
Solo apreté su mano en respuesta. Un poco. Lo suficiente para decirle gracias.

Gracias por estar aquí. Por esto. Por todo.

Dante no se dio cuenta. O fingió no hacerlo.

Y por un instante, me permití creer que todo iba a salir bien. Que eso… que nosotros, podía tener una oportunidad.

Hasta que escuché mi nombre.

— Señorita Montenegro, puede ingresar.

Tragué saliva, sintiendo un hormigueo eléctrico que me recorrió desde la nuca hasta los talones. Iba a ponerme de pie cuando Gabriel se inclinó hacia mí, tan cerca que su aliento me rozó la oreja y me erizó la piel.

— Si apruebas el examen — susurró con esa voz grave que siempre usaba cuando quería desarmarme, — te voy a dar un premio. Uno bueno.

¿Un premio? ¿Así, sin contexto ni advertencia? Mi cerebro colapsó entre interpretaciones, imágenes mentales inapropiadas y una reacción hormonal que no estaba en el manual de instrucciones para momentos críticos.

Y entonces apretó su mano contra la mía, entrelazando los dedos con más fuerza, como si sellara un pacto silencioso.

No supe si quería reír, desmayarme o besarlo ahí mismo, pero lo que sí supe era que esa frase acababa de instalarse en mi sistema nervioso con efectos secundarios no reversibles. Si había una mínima oportunidad de salir bien librada, por más remota que fuera, no pensaba dejarla pasar.

Me puse de pie con determinación. Gabriel soltó mi mano con cuidado, como si soltarme muy rápido pudiera romperme, y Dante giró ligeramente hacia mí, mirándome con firmeza.

— Tú puedes — dijo con esa voz de hermano mayor que me obligaba a no fallarle.

— Solo respira y haz lo tuyo — añadió Gabriel, con esa sonrisa suya que ya debería venir con advertencia sanitaria. Y como si fuera poco, me guiñó un ojo. No uno cualquiera. Uno lento, seguro, descaradamente sexy, como si supiera exactamente el caos que desataba en mi sistema nervioso.

Tragué saliva otra vez.

Y en lugar de colapsar, me encendí.

Les entregué mi bolso, mi celular, todo lo que pudiera dar pie a sospechas absurdas. No iba a dejar que nadie tuviera una excusa para decir que hice trampa, porque cuando apruebe — y voy a aprobar, así me sangren los dedos — quiero que no quede duda de que me lo gané con esfuerzo. Voy a dar todo de mí por triunfar, por demostrar que merezco estar aquí, y cuando el próximo semestre entre con beca completa y novio sexy al lado, voy a celebrar en la cara de Mia… y en la de su papito queridísimo.

Entré al aula.

Había tres personas esperándome: la psicóloga, sentada con su cuaderno y mirada inquisitiva, y dos profesores que parecían haberse tragado un reglamento completo antes de desayunar.

Me indicaron mi lugar. Sobre la mesa, como si se tratara de una escena de interrogatorio, había un examen que parecía un libro de texto, un lápiz recién afilado que me miraba con burla, un borrador impecable que pronto estaría desfigurado y una botella de agua cerrada, por si me daba por llorar con elegancia.

— Tiene dos horas — dijo uno de los profesores, sin alma. — Empezamos en tres… dos… uno… ya.

Miré el reloj con la solemnidad de quien asiste a su propio funeral. Luego el examen. Y luego pensé seriamente en fingir un desmayo. No bromeo. Ya hasta tenía planeado cómo dejar caer el cuello de manera dramática.

¿Esto era en serio?

La primera pregunta fue suficiente para eliminar la mitad de mi determinación. Una sola oración y ya estaba cuestionando mis decisiones académicas, mi salud mental y la razón por la que los humanos seguimos estudiando cosas que claramente fueron inventadas para torturar. Para cuando llegué a la tercera, el resto de mi fuerza de voluntad se empezó a evaporar como si alguien hubiera abierto una ventanita en mi cerebro.

Eran cien preguntas.

Cien.

Y solo tenía dos horas.

O sea, más o menos el mismo nivel de presión que un reality show, pero sin cámaras ni premios.

Tragué saliva. Cerré los ojos. Ya estaba considerando responder todo con la letra C y salir corriendo, cuando me vino a la mente la imagen más poderosa que podía invocar en ese momento: los labios de Gabriel. Rosados. Suavecitos. Mordibles. Injustamente atractivos.




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