Ella en él

Capítulo 19 Día perfecto

El comedor del apartamento de Gabriel parecía el escenario de un crimen emocional. La luz de la mañana entraba por las ventanas como si tuviera algo en contra de nosotros, iluminando nuestras ojeras, el cansancio acumulado y la evidente resaca moral del día anterior. En la mesa había café, pan tostado, huevos revueltos y un silencio tan espeso que podía usarse para revocar paredes… aunque Daniel, por supuesto, no colaboraba con el silencio.

Él estaba en la cabecera, hablando como si no hubiera un muerto sentado entre nosotros. Señalaba la cafetera de acero, los muebles, la vista del piso 19, feliz de la vida como si fuera un turista en un hotel cinco estrellas. Gabriel, sentado a mi derecha, solo lo escuchaba con una actitud extrañamente tranquila, aunque tenía los ojos un poco rojos y la mandíbula apretada como si la noche anterior lo hubiera desgastado más que a todos. Y frente a mí, Dante. Mi hermano. Mi gemelo no literal pero emocionalmente equivalente. Con los brazos cruzados, cara de pocos amigos y ese silencio que anunciaba sermones pendientes.

Yo intentaba comer despacio, ignorando que cada pedazo de pan me sabía a vergüenza y a un recuerdo que no ayudaba. Seguía teniendo grabado en la boca el beso de Gabriel. Y no cualquier beso. Ese beso. Ese que me dejó sin aire, con las piernas flojas y con la sensación de que el mundo se me inclinó un poquito cuando él me tomó por la nuca. Un beso dulce, firme, rudo, necesitado. Un beso que me había dejado suspendida en una nube absurda… hasta que Dante decidió caerme encima con todo su peso emocional, arrastrando a Gabriel también.

Anoche, después de la fogata, apenas llegamos al apartamento, Dante nos encerró a Gabriel y a mí en la habitación como un papá furioso. Primero me cayó a mí, diciéndome que era tan ingenua como impulsiva por dejarme besar justo después del desastre con Mia; que yo valía más que un arrebato hormonal de alguien que había terminado una relación hacía dos minutos. Luego le tocó a Gabriel. Y ahí sí, Dante no se guardó ni una: ¿qué te pasa?, ¿qué estás pensando?, ¿por qué besarla ahí?, ¿por qué involucrarla?, ¿quieres problemas?, ¿o es que estabas jugando con ella? Gabriel no levantó la voz, no se excusó demasiado. Solo repitió, una y otra vez, que no estaba jugando conmigo. Que le gustaba. Que no pensó, que simplemente no pudo evitarlo. Y yo, entre el cansancio, los nervios y el efecto retardado del beso, terminé diciendo la peor frase posible: “si cada vez que me ‘usa’ me va a besar así… que me usé”.

Dante casi se infarta.

Y así, con esa frase histórica, terminó la discusión, por lo menos para mi: ellos se fueron a dormir a la sala y, a mí me dieron la habitación porque “al menos alguien debía descansar”.

Apenas terminamos de lavar los platos, Dante ya estaba de pie con su moral de “sargento Montenegro” lista para expulsarnos del apartamento.

— Nos vamos ya. Hay clase — dijo, como si él fuera el profesor titular.

Yo me apoyé en la isla de cocina, agotada, medio dormida y con la cabeza dando vueltas todavía por el beso.

— Vayan ustedes — respondí — Yo me quedo. Camino un rato, hago mi papel de turista perdida y vuelvo en la tarde para los resultados.

Dante casi se atraganta con su propio aire.

— ¿Cómo que te quedas? ¡No te voy a dejar sola!

Lo entendía. Él quería ir a clase, vivir al menos unas horas como estudiante real por primera vez en meses. Era un secreto entre los dos, una ilusión que él intentaba disimular, pero yo lo veía.

Entonces Daniel abrió la boca.

— Yo puedo quedarme con ella — dijo todo feliz. — Total, si ella escogió a Gabriel en vez de a mí, ¿qué más da si pierdo clase?

Dante se volteó tan rápido que pensé que se había descoyuntado el cuello.

— ¡Celeste no tiene NADA con Gabriel! Y tú tampoco te vas a meter con ella.

— Uy, ¿pero qué les pasa? — refunfuñó Daniel, siempre echándole gasolina al fuego. — Solo digo que, si quiere conocer la ciudad, la acompaño. No la voy a raptar.

Antes de que Dante explotara, Gabriel por fin habló.

— Amigo — dijo tranquilo. — Voy a repetirte lo de anoche.

Gabriel lo miró de frente, directo, sin parpadear.

— Voy a demostrar que me gusta — dijo. — Que voy serio. Sin juegos. Sin impulsos. Y si tú no estás de acuerdo, no voy a estar con ella.

Yo casi me caigo de la impresión.

— ¿Perdón? ¿Cómo que no vas a estar conmigo? — protesté.

Gabriel levantó una mano, sin dejar de mirarme, suave, seguro:

— Solo quiero que sepas que voy a hacer las cosas bien. Que quiero ser alguien digno de ti.

Ay.

Ay no.

Ay sí.

Sentí el estómago girarme como lavadora en centrifugado.

Daniel murmuró:

— Parce, se enamoró. Ya, oficial.

Dante se pasó la mano por la cara, derrotado por la vida, por mí y por el universo en general.

— Está bien. Quédate. Pero no salgas sola a ningún sitio raro.

— No voy a meterme en ningún sitio raro — respondí, aunque todos sabíamos que eso era relativo conmigo.

Dante tomó su morral, movió la silla hacia la puerta y señaló a los otros dos para que salieran primero. Gabriel y Daniel obedecieron, aunque Gabriel me lanzó una mirada que todavía estoy procesando.

Suspiré, saqué del bolso el teléfono que había estado utilizando como suyo y se lo puse en la mano.

— Aquí están los contactos de varios compañeros y el numero registrado en la universidad —murmuré.

Lo recibió con un gesto corto, como si hubiera envejecido cinco años en una noche.

— Cuídate, ¿sí? — le pedí, más bajito. — No hagas fuerza de más, no te exijas, usa la silla si te cansas… no seas terco.

Me observó con esos ojos cansados que escondían más miedo del que admitiría jamás.

— No te metas en problemas — me dijo de inmediato, sin anestesia. — No te muevas mucho, no salgas sola, no hagas nada raro y, por favor, mantente lejos de Gabriel.

Rodé los ojos, pero asentí. Era Dante; necesitaba oírlo para poder irse en paz.




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