Se tropieza una y otra vez porque no para de darse la vuelta y mirar la que fuera su casa. Es apenas una niña, de ojos tristes y costillas marcadas. Pero con un corazón suficientemente grande como para darse cuenta de que esos pasos que da, la alejan de su hogar, de su tierra y acrecentan su orfandad.
Aún no entiende, aunque lo intuye, que que ya no hablará su idioma, ni escuchará su himno ni jurará lealtad a su bandera.
Da otro paso y otra vez se da la vuelta. Pero un espantoso ruido la hace tropezar otra vez. Lo que quedaba de su casa ha caído. Todo queda cubierto de polvo. Aún así no tiene tiempo de llorar. Las sirenas vuelven a sonar. Una mano fuerte la agarra y la obliga a avanzar.
Adelante la espera un mar embravecido y frío que, según le han dicho, representa la libertad. Llena sus pulmones, se aferra a la mano y reza una plegaria en su idioma. Con la otra se aferra a la llave de lo que fue su casa , que ahora cuelga de su cuello, como único equipaje que puede cargar. Se jura a sí misma que jamás olvidará quién es y que algún día volverá. Y recuerda mientras empieza a nadar, como puede, dando patadas y empezándose a congelar que le han dicho que más allá, del otro lado del mar, hay un nuevo hogar, esperándola.
Todavía tiene esperanzas. Es demasiado pequeña... Aún no conoce palabras como indocumentado, cárcel,
paria,
refugiado
o ilegal...