La anciana de la habitación 713 brillaba en sus noventa años. Parecía una pasa arrugada y blanca pero mantenía su hermosa sonrisa de juventud, con la que había conquistado muchos corazones. Sin embargo, ella no lo recordaba. No recordaba ni su nombre ni tampoco reconocía rostros. (Aunque no hubiera hecho falta: nadie la había ido a visitar a ese geriátrico en muchos, muchos años.) Les sonreía a las enfermeras y apenas hablaba. Y cuando estaba sola, que era la mayor parte del tiempo, pasaba horas contemplando una foto vieja y desteñida que la miraba desde la mesita de luz. A él sí lo recordaba: su hijo, de veintidós, convertido en ángel antes siquiera de haber conocido el verdadero amor.
La enfermera de turno terminó sus quehaceres y le preguntó de mala gana si necesitaba algo. "Chocolate", le susurró la anciana. La enfermera se negó. Y sin disimulo escondió en su bolsillo el chocolate que le había quitado a la anciana. Salió de la habitación tan rápido que se tropezó con algo en la entrada. Roja de vergüenza se perdió pasillo afuera diciendo palabrotas.
La anciana miró al suelo y sonrió. Allí estaba tirada la barra de chocolate que tanto deseaba. "Gracias", susurró con voz iluminada. Y un joven veintiañero, hecho ángel, que brillaba traslúcido en un rincón, devolvió las gracias con una sonrisa y desapareció...